Ser científico es ser ingenuo. Nos obcecamos tanto en
descubrir la verdad, que olvidamos que muy pocos quieren que lo hagamos…Pero la
verdad siempre está ahí, la veamos o no, la elijamos o no. A la verdad no le
importa lo que necesitamos. No le importan los gobiernos, ni las ideologías ni
las religiones. Nos esperará eternamente. Y este, al final, es el regalo de
Chernóbil. Antes temía el precio de la verdad, ahora solo pregunto: ¿cuál es el
precio de las mentiras?
Valeri Legásov, Chernobyl
Hace
seis años comencé un estudio sobre el sector eléctrico del que los lectores del
blog supongo que, a estas alturas, ya se habrán olvidado. Aquel estudio nació al calor de la sospecha de
que el desorbitado precio que pagamos los españoles por la electricidad pudiera
no deberse, como siempre se apunta, a razones coyunturales (falta de lluvias,
de viento, precio del gas, de los derechos de emisión, etc.) sino a razones de índole
estructural: en concreto, a que el sector eléctrico se hubiese transformado, enun momento dado, en una institución extractiva a través de la cual, un grupo
reducido de personas, extraería recursos de la mayoría en connivencia con el
poder político.
Pues bien, tras mucho
investigar, cabría situar el inicio de esta transformación con la neutralidad
de España durante la Primera Guerra Mundial, que catalizó un proceso de
acumulación de capitales que está en el origen de la concentración más
importante de poder económico que se conoce en la España contemporánea, en
palabras del profesor García Delgado. Este poder económico, como vimos, estaba
además fuertemente vinculado con el poder político, dando lugar a ese reducido
grupo de personas, una oligarquía en el sentido más general del término, cuyos
nombres se repetían en los consejos de administración de las grandes empresas,
así como en los sucesivos gobiernos y parlamentos de la Monarquía. De este
modo, aunque no podemos decir que se asegurasen un sometimiento absoluto del
Estado a sus intereses, si que tuvieron en todo momento un acceso privilegiado
a los centros de decisión política, lo que propició que sus intereses fuesen
cuidados con esmero a través de los gobiernos de la Monarquía Alfonsina primero
y por la Dictadura de Primo de Rivera después.
Esta oligarquía irá haciendo
del sector eléctrico, muy dinámico en aquellos años, uno de los bastiones
estratégicos desde los que incrementar su riqueza y consolidar su poder. De
este modo nos encontramos ya, a finales de los años veinte, con un sector
eminentemente privado, fuertemente concentrado y vinculado a la banca. Los diferentes grupos empresariales ligados a
esa oligarquía se hallaban conectados por una tupida red de consejeros e
intereses comunes, al tiempo que se repartían el territorio y la demanda,
quedando así anulado el funcionamiento de los mercados mucho antes de que se
produjese la intervención del Estado; lo cual viene a contradecir, al menos en
este caso, el manido mantra de que el mercado funciona eficazmente hasta que el
intervencionismo estatal lo corrompe.
Así las cosas, todo parece
indicar que en la década de los años veinte se estaba dando en España esa
relación sinérgica entre las instituciones políticas y económicas extractivas
de la que hablan Acemoglu y Robinson, encuadrándose el sector eléctrico dentro
de estas últimas. En él opera una élite reducida que a través de su capacidad
económica y su influencia política impone barreras de entrada a la competencia,
suprime el funcionamiento de los mercados y expropia los recursos de la
mayoría: bien sea a través del cobro de tarifas abusivas, de la apropiación de
los recursos hídricos o de la depredación de recursos públicos para grandes
obras hidráulicas.
Todo esto, claro está, no
haría sino incrementar y reforzar el poder de este grupo, hasta el punto de que
cuando su posición privilegiada se vea amenazada, como sucedió con el
advenimiento de la Segunda República, va a tener a su alcance los resortes
necesarios para volver a hacerse con el control de la situación, llegando
incluso a utilizar para ello la vía del golpe de Estado, primero en 1932 y
luego en 1936. El primer intento fracasó y el segundo, alentado y financiado
por conspicuos miembros del grupo oligárquico, acabó degenerando en una
cruentísima guerra civil de la que salió como caudillo el general Franco.
Que Franco no fuese el hombre
a quien se confió la puesta en marcha del alzamiento en un primer momento, no
significó que la oligarquía no acabase aceptándole de buen grado (así como a
otros de los que contribuyeron a poner la proa del Estado en la dirección que
ellos marcaban); máxime cuando, como se vio, mostró un escrupuloso respeto por
los intereses económicos de este grupo, en cuyas manos siguió dejando los
sectores más pujantes de la economía, por más que esto fuese contrario a los
principios nacionalsindicalistas en los que el régimen decía inspirarse.
De este modo, durante los
primeros años del franquismo los intereses de la oligarquía en el sector eléctrico
no solo fueron respetados, acrecentados y puestos a res-guardo de la
competencia internacional mediante la expulsión del capital extranjero que
operaba en él, sino que además se dio cobertura legal e institucional a los
acuerdos e intereses privados que se habían suscrito para repartirse el mercado
(que, en muchos casos, databan de antes de la guerra) mediante la creación de Unesa, la patronal eléctrica capitaneada
por José María Oriol. De nuevo los intereses públicos y privados volvían a
converger, como en los bue-nos años de la Monarquía.
Acabados los años duros de la
autarquía, y parapetadas bajo la protección del Estado, las empresas
integrantes de Unesa (sobre todo las de mayor tamaño) disfrutaron durante los
siguientes 25 años de un control omnímodo del sector, que siguió funcionando como una institución
extractiva en la que los ingresos no iban a depender de las leyes del mercado,
sino de la posición negociadora de sus dueños frente al regulador, que
establecería las tarifas en función de las posibilidades del país para soportar
una mayor o menor extracción de rentas, y no en función de los costes o de la
eficacia de la explotación del sistema que se estaba llevando a cabo.
Conviene también tener en
cuenta, como por otro lado cabía esperar, que ni la unificación de la red
eléctrica llevada a cabo durante aquel periodo, ni el régimen de tarifas
vigentes hasta los años setenta fueron neutrales. Estaban diseñados para
favorecer los intereses de las grandes empresas, pues la red se dispuso para
atender fundamentalmente a los intercambios entre éstas, y los estímulos a la
inversión eran claramente ventajosos para las compañías respaldadas por la
banca. De este modo las pequeñas compañías acabaron desapareciendo, y los
consumidores viéndose abocados a sufragar un sistema ineficiente donde lo
verdaderamente importante para las compañías era invertir, dado que la
recuperación de las inversiones estaba asegurada.
Estas inversiones
ineficientes resultarán especialmente notorias cuando se aborde la sustitución
del carbón por el fuelóleo y, más adelante, cuando se aborde la implantación de
la energía nuclear. Precisamente en este último aspecto ya vimos cómo se volvió
a supeditar la política energética nacional a los intereses particulares,
quedando exclusivamente en manos de las grandes compañías privadas la puesta en
marcha del programa nuclear. Al apartar
a las empresas del INI de la carrera atómica, se anuló el potencial competitivo
que éstas empezaban a mostrar a comienzos de los sesenta. Y no solo eso: las empresas públicas acabaron
integrándose tanto en Unesa, como en la red de consejeros que servían de
engranajes a esa bien engrasada maquinaria de transferencia de rentas que era
el sector eléctrico.
La política de estímulos
perversos que se daba dentro del sector, en virtud de la cual cualquier
inversión se acababa recuperando, ligada a la voracidad predatoria y la
opacidad en la toma de decisiones, fueron el caldo de cultivo perfecto para que
el maná nuclear ofrecido por el amigo americano conformase una burbuja
especulativa de proporciones colosales, que puso al sector al borde de la
quiebra justo en el tránsito del régimen de Franco a la Monarquía de Juan
Carlos I.
Los amos del sector
consiguieron asegurarse, antes de la muerte del dictador, de que el Estado se
comprometiese a ser valedor de sus proyectos e inversiones, costase lo que
costase; pero la crisis económica experimentada durante la segunda mitad de los
setenta en España, en gran medida agravada por la situación del sector
eléctrico, hizo necesario un replanteamiento. Precisamente éste sería uno de
los asuntos más urgentes a los que habría de enfrentarse el primer Gobierno de
Adolfo Suarez tras aprobarse la nueva constitución: la elaboración de un nuevo Plan
Energético Nacional.
La elaboración de este plan
provocó un pulso entre los intereses de las compañías eléctricas agrupadas en
UNESA y los que, como el ministro de economía Fuentes Quintana, consideraban
que seguir adelante con las pretensiones inversoras de la oligarquía eléctrica
era un suicidio económico. Finalmente, como sabemos, el episodio terminó con la
dimisión de este último, y con la aprobación de un nuevo plan energético
favorable a los intereses de Unesa. Esto puso de manifiesto que la capacidad de
influir en el terreno político de la élite oligárquica, seguía prácticamente
intacta a pesar de los cambios acaecidos en el escaparate político.
Amortizado el centrismo, el
Partido Socialista, uno de los que con más ahincó criticó los manejos que
estaban teniendo lugar en la aprobación del nuevo plan energético, acabaría
ocupando el poder en 1982. Ante la inminente quiebra del sector eléctrico
muchos pensaron que se procedería a su nacionalización, pero no fue así. Para
entonces el discurso socialista ya se había suavizado y contaba con el
beneplácito de la oligarquía, que tenía a hombres afines a sus intereses en los
puestos clave de la nueva Administración (Carlos Solchaga, Miguel Boyer,
Mariano Rubio…). No es de extrañar, por tanto, que bajo la égida de Solchaga se
llevase a cabo el saneamiento del sector de una forma muy ventajosa para los
intereses de las grandes compañías, que vieron cómo a cambio de ceder el
control de la red de transporte y de avenirse al intercambio de activos para
tratar de equilibrar la situación financiera de las diferentes empresas, se
echaba sobre los hombros de los consumidores todo el peso del rescate a través
de los constantes aumentos de tarifa y del establecimiento de la moratoria
nuclear. Como podemos apreciar, el advenimiento de un gobierno socialista,
tampoco modificó, de forma sustancial, muchas de las características
extractivas del sector.
No obstante lo dicho, a pesar
de la condescendencia mostrada por el PSOE con los viejos oligarcas, a
comienzos de los 90 el sector eléctrico había dejado de ser coto exclusivo de
la iniciativa privada: casi la mitad de éste era de titularidad pública y la
gestión de la red estaba, en última instancia, en manos del Gobierno. Esto
significaba que gran parte de las rentas generadas por el sector (cuya cuantía
se estipulaba ahora según criterios más predecibles y racionales), en lugar de
ir a parar directamente a las manos de un reducido grupo como sucedía antes,
eran gestionadas por la Administración socialista, incrementando el poder de
ésta en detrimento de aquélla.
A tenor de los acontecimientos, da la
impresión de que el grupo hegemónico reaccionó ante este hecho, bien tratando
de asimilar a una parte de esa Administración (la más cercana a sus valores e
intereses); bien procurando arrinconar a sus elementos más contestatarios. La
confrontación será la táctica que acabará imperando, máxime cuando desde el
Gobierno se pretendió, más adelante, mediante la aprobación de la LOSEN, poner
restricciones al proceso liberalizador que, en materia de energía, estaba
promoviendo la Comunidad Europea y que tan atractivo resultaba a las empresas
privadas. El declive de las tesis socialistas vendría de la mano de la
aparición de numerosos escándalos de corrupción en el PSOE durante su última
legislatura, de su minoría en el Congreso y del imparable rumbo liberalizador
de Bruselas contrario a las aspiraciones socialistas.
De este modo, al crudo
invierno del rescate le sucedió la primavera de la liberalización y las
inversiones. Todo el protagonismo que el socialismo quitó a la iniciativa privada
en el sector eléctrico le fue restituido por los gobiernos de Aznar, que
pertrechado con el martillo liberalizador se aprestó a desalojar del poder
económico a todos los cargos afines al partido socialista, para deleite y
regocijo de la oligarquía que volvía a recuperar, a través de las
privatizaciones acometidas por el Partido Popular, parcelas de poder perdidas
durante más de una década.
Como se vio, la nueva mayoría
a la que apelaba el eslogan de campaña de Aznar sucumbió ante la vieja minoría.
Ni las privatizaciones, ni la liberalización, ni las ayudas para estimular la
apertura de los mercados (los tristemente famosos costes de transición a la competencia
que costaron más de 1,5 billones de euros) se tradujeron en una mayor
competencia o en una bajada del precio de la electricidad, pues en cuanto
expiraron los acuerdos del Gobierno con Unesa el recibo empezó a subir de forma
vertiginosa. Al contrario, la
liberalización dio a las empresas el control de los mecanismos del mercado para
fijar los precios, lo que significó una vuelta a la extracción indiscriminada
de rentas y a las subidas constantes de la tarifa eléctrica, si bien estas se
amortiguaron mediante la creación de un sistema viciado que reconocía a las
empresas el cobro de una cantidad y a los usuarios, de momento, solo les hacía
pagar parte de ella. Empezó así a acumularse un déficit que acabaría
desbocándose, espoleado sobre todo por el frenesí inversor que, como se vio,
Rodrigo Rato fue incapaz de refrenar, y que acabaría diez años más tarde
poniendo contra las cuerdas al sector como antes lo había hecho la burbuja
nuclear.
Así las cosas, durante la
segunda legislatura de Aznar, sin haber terminado todavía de pagar los platos
rotos de la moratoria, comenzará a gestarse una nueva burbuja en el sector
eléctrico. Los dirigentes de las compañías se mostraban ansiosos por sembrar de
centrales de ciclo combinado el solar hispano, pues parecía mantenerse viva la
idea de que lo importante era invertir, cuanto más mejor, pues al final, de un
modo u otro, la experiencia decía que todas las inversiones se acababan
recuperando. Esta burbuja no le estallaría al gobierno de Aznar, desalojado del
poder en 2004, sino al de Zapatero, cuyo mandato lejos de suponer una ruptura,
como esperaban muchos de los que le consideraban un dirigente aupado al poder
por el pueblo, supuso una intensificación de las políticas energéticas
desarrolladas por Aznar.
La orgía inversora alentada
por Zapatero (que sumaría a la burbuja de los ciclos combinados la de las
renovables), así como su deseo de subvertir los cambios en la estructura de
poder introducidos por Aznar, provocaron un frenesí predatorio que llegó
incluso a enturbiar las relaciones entre los miembros de la oligarquía
española, que empezaron a utilizar a los partidos como ariete para privilegiar
los negocios de una parte de sus miembros en detrimento de la otra. De este
modo la Caixa, ansiosa por entrar en el mercado eléctrico (cosa que le había
resultado imposible dado el férreo hermetismo del sector) intentó hacerlo
primero a través del accionariado de Iberdrola y luego del de Endesa. Esta
guerra fratricida ofreció el triste espectáculo a la ciudadanía de presenciar
cómo el marco institucional no era nada más que un decorado al servicio de la
lucha por el poder, y dejó, a la postre, casi la mitad del sector eléctrico en
manos extranjeras, que acabarían ordeñando hasta la extenuación a la otrora
vaca sagrada del sector público español: Endesa. Todo ello, hay que decirlo,
manteniendo inalterada la fabulosa estructura extractiva del sector eléctrico
(nada de introducir competencia o cosas por el estilo) y ayudándose, además,
del concurso y la experiencia de miembros muy poderosos de la oligarquía
hispana, para asegurarse de que el proceso se llevaba a cabo sin fricciones ni
impedimentos.
El gobierno de Zapatero, como
vimos, no solo no moderó la vesania inversora iniciada con Aznar, sino que la
extendió al desarrollo de las energías renovables, viniendo el sector eléctrico
a absorber gran parte de los capitales que ya resultaban excedentarios en el
sector de la construcción. Mientras el consumo energético se mantuvo al alza
todo pareció ir bien, pero en cuanto los efectos de la crisis de 2008 se
hicieron sentir en la demanda la burbuja estalló, dejando al descubierto un formidable
exceso de potencia instalada y una descomunal deuda sin pagar. Treinta años
después del estallido de la burbuja nuclear las nuevas generaciones de
oligarcas habían vuelto a cometer los mismos errores: previsiones de demanda
infladas; expansión sin límites de la potencia instalada, minusvaloración del
riesgo de contracción de la demanda… Y lo que resultaba aun peor, esperaban las
mismas soluciones: que el Estado actuase como garante de sus intereses.
De nuevo el tam-tam
legislativo de la Unión Europea hizo que la pasión liberalizadora volviese a
rugir en el pecho de los empresarios del sector, entendida, claro está, como la
libertad de la zorra en el gallinero. Y precisamente en ese momento se hallaba
en el Ministerio otro ardiente liberal, Miguel Sebastián. Sin embargo, las
concepciones teóricas de uno chocaron con las aspiraciones prácticas de los
otros, desatándose una guerra sin cuartel en la que, curiosamente, los
planteamientos iniciales del Ministro de Industria se fueron disolviendo entre
las presiones de Unesa como un azucarillo en un café. Así las cosas, se acabó
perdonando a las eléctricas la devolución de los costes de transición a la
competencia cobrados de más; se ahondó en la liberalización del sector aunque
la oferta siguió estando concentrada y la demanda cautiva; se puso en juego la
seguridad jurídica y la sostenibilidad de las renovables al recortar su
producción para mantener intactos los mecanismos de fijación del precio en el
mercado, dominados por las grandes compañías; y todo ello, claro está,
salpimentado con enormes subidas en el recibo de la luz achacadas por las
empresas del oligopolio, como no, a un mal diseño de la política energética del
que también se sentían víctimas.
Como hemos podido apreciar,
cuando las inversiones se llevaban a cabo en un entorno fuertemente regulado,
si salían mal era culpa del Estado. Y cuando las inversiones se llevaban a cabo
en un entorno liberalizado, si salían mal también era culpa del Estado. Es
entonces cuando uno columbra con fuerza la posibilidad de que el problema no
sea el entorno, sino la capacidad de algunos inversores de repercutir el pago
de sus errores al resto de la población, cosa que suele suceder cuando el poder
político y el económico están concentrados y se dan la mano a través de una
institución extractiva. De este modo, lo que era una deuda privada se acabó
convirtiendo en deuda pública a través de un sistema de titulación similar al
empleado en la moratoria nuclear, con la manida escusa, claro está, de que era
eso o el fin del mundo. Una deuda que,
además, generaba nuevos intereses que irían a parar, en muchos casos, a la
misma banca que había financiado las desastrosas inversiones en el sector
eléctrico. Podemos ver que la maquinaria extractiva seguía funcionando a pleno
rendimiento.
Como ya sucediese en tiempos
de la UCD, la deuda del sector eléctrico generada por la burbuja, vino a
sumarse al contexto de crisis económica para agravarlo. Además, ya no era solo
la deuda que había generado el sector, sino la que seguía generando. Y en un
momento crítico para la economía española era imposible seguir camuflando la
deuda privada entre la deuda pública, de modo que se hacía imperiosa una
reforma del sistema que pusiese fin al déficit crónico que año tras año
arrojaba su balance. Los empresarios del sector tenían claro cómo había de ser
esta reforma: subir la tarifa cuanto fuese necesario para que los ingresos se
equiparasen a los gastos. Pero con un país abocado al rescate y tutelado por
Bruselas, el Ejecutivo (ahora en manos de Rajoy) no lo veía tan claro.
De este modo el nuevo
Ministro de Industria, José Manuel Soria, hubo de tenérselas con los capos del
sector cuando trató de hacerles contribuir, vía impuestos, a acabar con esa
deuda. Estos se enrocaron en la tesis de que las culpables de todo eran las primas
a las renovables, y no pararon (como antes habían hecho con Sebastián) hasta
conseguir sus objetivos: primero una moratoria y después un recorte draconiano
en las primas que habían de recibir estas tecnologías. ¿Realmente eran las
renovables las culpables del déficit? A esas alturas eso era lo de menos: lo
que realmente importaba es que gran parte del parque renovable escapaba al
control del oligopolio y, no solo eso, sino que además impedía la entrada en la
subasta de las centrales que realmente hacían subir el precio de ésta (las
alimentadas por combustibles fósiles). De nuevo vemos cómo se echaba a la
competencia del oligopolio fuera del sector con el inestimable concurso del
Estado.
A pesar de las medidas
tomadas la progresión del déficit seguía imparable, haciéndose necesaria una reforma
de mayor calado. En la reforma emprendida por José Manuel Soria se sacrificaron
no solo las políticas medioambientales, sino también el uso eficiente de la
energía (aumentando indiscriminadamente la parte de la tarifa que no dependía
del consumo) y el principio de confianza legítima. La reforma eléctrica
pretendía dar una solución exprés al problema del déficit, pues éste no solo
comprometía la situación del sector eléctrico, sino la de toda la economía
española.
La reforma, huelga decirlo,
buscaba sencillamente cuadrar las cuentas. Que por cada coste que asumía el
sector hubiese una cantidad dispuesta para hacerle frente. Así, para evitar que
desapareciesen ingresos por baja demanda se subió inmisericordemente el término
fijo del recibo, de modo que independientemente del consumo, cada instalación
que entrase en la red tuviese prácticamente cubierta de antemano su
amortización. Es decir, la reforma lejos de intentar abaratar los costes de
generación, que tocan el techo europeo, se limitó a asegurar los ingresos.
Primero subiendo el recibo en la parte fija y, más adelante, impidiendo que el
autoconsumo se constituyese en alternativa económicamente viable al precio de
la luz que suministraba el sistema.
A pesar de todo ello, los
empresarios del sector no dejaron de quejarse cada vez que les tocaba arrimar
el hombro, atacando la labor del ministro por prensa, mar y aire; recurriendo
cualquier decreto legislativo que lesionase sus intereses ante los tribunales;
y utilizando de forma dolosa, como pusieron de manifiesto los órganos
reguladores, los mecanismos a su alcance para tratar de resarcirse por la vía
rápida de dichas pérdidas. A pesar de todo ello, se siguió dejando a su albur
el mecanismo de fijación de precios en el mercado mayorista; se mantuvo el
sector como un coto privado de cinco compañías al que solo puede accederse a
través del accionariado de alguna de ellas (el último caso ha sido el de
Repsol, que solo ha podido entrar en el mercado comprando activos y clientes a
Viesgo) y se siguió echando a lomos del consumidor y del contribuyente todo el
peso de amortizar unas inversiones que, pase lo que pase, siempre resultan
rentables.
Queda claro, al final de este
trayecto, que un siglo después de su establecimiento, el sector eléctrico sigue
constituyendo una fabulosa herramienta de captación de rentas que, por todo lo
que hemos visto, podemos decir que se adecúa perfectamente al concepto de
institución extractiva propuesto por Acemoglu y Robinson. A diferencia de lo
que sucedía en sus comienzos, hoy ya no hace falta, eso sí, que los propios
interesados asuman la cartera correspondiente en el Ministerio y peleen por
defender sus intereses. No es necesario: sus intereses están ya incardinados en
el entramado jurídico e institucional del Estado e, incluso, a través de los
medios de comunicación, en la conciencia de los ciudadanos. Ya no hace falta ni
siquiera una UNESA beligerante, por eso ha sido rebautizada como Aelec y
muestra un rostro mucho más amable. Hay mecanismos dispuestos para hacer fluir
el caudal de los ingresos independientemente del consumo, de la eficiencia, de
la pertinencia inversora o de cualquier otra consideración dictada por el
sentido común, la justicia o las leyes del mercado. Todo funciona según lo
previsto. Ahora ya saben por qué.