lunes, 28 de diciembre de 2020

La tirania de la felicidad


  

 

 

Al hilo de lo que el otro día hablé sobre felicidad y ciencia económica, me han venido a la cabeza algunas cuestiones que considero interesantes. Por ejemplo, no sé si el amable lector también se habrá percatado, pero uno tiene la sensación de que la consecución de la felicidad (independientemente de lo que entendamos por ello) parece haberse convertido en un asunto meramente individual, en un logro personal que se produce al margen de las circunstancias. Algo similar a lo que nos cuentan que ocurre con la riqueza, vamos. Y como todo logro, quienes lo consiguen, gustan de exhibirlo ufanos.

 

Esta cara también tiene su cruz: la infelicidad (como la pobreza) es sinónimo del propio fracaso, la muestra de nuestra incapacidad para sacar partido de las infinitas posibilidades que la sociedad capitalista nos ofrece. Es como si fuésemos los ratoncitos en el cubo de nata de los que habla Frank W. Abagnale (el padre del protagonista) en Atrápame si puedes: Dos ratoncitos cayeron en un cubo de nata; el primer ratón enseguida se rindió y se ahogó, el segundo ratón decidió pelear, y se esforzó tanto que finalmente transformó la nata en mantequilla y consiguió escapar.

 

La escasa atención que se presta a las circunstancias, al entorno, parte de un sesgo cognitivo frecuente: considerar que la consecución de los logros tiene que ver exclusivamente con el esfuerzo personal y no con la posición de partida. Un sesgo que ha sido hábilmente instrumentalizado hasta convertirse en uno de los pilares de la sabiduría convencional. Este sesgo, además, entronca en cierto modo con las tesis de Fukuyama, que nos sitúan en el mejor de los mundos posibles. Y puesto que estamos en el mejor de los mundos posibles, no hay que aspirar a cambiarlo sino a sacar partido de él.

 

Teniendo en cuenta todo lo que acabamos de mencionar, no les resultará extraña mi siguiente apreciación: el hecho de ser feliz ha dejado de ser una meta, o un anhelo, para convertirse en una obligación. Del mismo modo que ya no hay excusas para la pobreza en un mundo lleno de oportunidades, tampoco las hay para la infelicidad. Es como si aquel derecho inalienable a buscar la felicidad, del que hablaban los redactores de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, se hubiese convertido en la obligación alienante de encontrarla.

 

El motivo de este giro dramático de los acontecimientos del que estamos hablando, quizá podamos encontrarlo explicado en los textos del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, sobre todo en dos de sus obras: “La sociedad del cansancio” y “Psicopolítica”. Nuestro autor se percata de que el capitalismo ha mutado. El viejo capitalismo paternalista y controlador de postguerra ha ido transformándose, hasta dejar paso a un nuevo paradigma, el paradigma neoliberal. De este modo nuestra conciencia, que es en gran medida el resultado de nuestras circunstancias económico-sociales, también ha ido mutando. Voy a explicar brevemente esto. Tres párrafos

 

En el antiguo paradigma del capitalismo paternalista, se desarrolla un tipo de organización social en el que las multinacionales, con la concurrencia del Estado, ponen en marcha un modelo económico altamente concentrado y planificado, sobre el que se desarrolla un tipo de sociedad fuertemente controlada o tutelada a través de la moral impuesta por la propaganda y los medios de comunicación. A cambio de la obediencia como productor, al individuo se le garantiza su espacio como consumidor. Este tipo de relaciones socioeconómicas solían llevar aparejados unos vínculos fuertes: con la empresa, con los compañeros, con la comunidad, etc.

 

Este modelo, en el que capital y trabajo entierran sus diferencias en pos del objetivo común de incrementar la producción, comienza a dar sus primeros síntomas de agotamiento en los años setenta (con el fin del petróleo barato) y su decadencia será ostensible a finales de los noventa (cuando cada vez se necesite incorporar menos mano de obra para incrementar la producción). La obediencia como productor ya no es suficiente para que se le garantice al individuo su espacio como consumidor. El fantasma del desempleo vuelve a resucitar para aterrar a la clase trabajadora de Occidente. En el informe semestral de la reserva federal de febrero de 1997, el gobernador de la Reserva Federal, Alan Greenspan, ya ponía de manifiesto que la baja inflación, a la vez síntoma y causa de la buena marcha económica, se debe en gran medida a un incremento de los salarios inusualmente bajo, surgido principalmente como consecuencia de una mayor inseguridad entre los trabajadores.

 

La vieja estabilidad del modelo paternalista se irá desintegrando so pretexto de la liberalización, como también lo hacen las instituciones en las que se sustentaba. La desregulación, la deslocalización y el desarrollo tecnológico no harán sino incrementar ese temor en los trabajadores del que hemos hablado y, al mismo tiempo, modificarán las estructuras sociales: los trabajos dejarán de ser de por vida y requerirán la constante actualización y optimización del individuo. Los compañeros dejaran de serlo para convertirse en rivales potenciales. El lugar de residencia será solo eso: un espacio de transito entre un destino laboral y otro.

 

Lo curioso es que los riesgos asociados a todos estos cambios, que no son, en definitiva, nada más que atentados contra la estabilidad del individuo, contra las circunstancias sobre las que podría construir su felicidad, son transformados por la mística discursiva del sistema en un acto liberador, presentadas como posibilidades de mejora, anunciadas como un nuevo mundo lleno de oportunidades. Se va produciendo, de este modo, la mutación en la conciencia de los individuos que ahora se opera y a la que más arriba me he referido.

 

Hemos pasado, podríamos decir, de la sociedad disciplinaria descrita por Focault, a una sociedad en la que el control ya no se ejerce desde fuera sino desde dentro del propio individuo. Se podría decir que hemos pasado de la “biopolitica” a la “psicopolítica”. Es como si el control en este nuevo modelo se ejerciese a través de los imperativos morales emanados del superyó, pero estos ahora no vendrían marcados por la fórmula tu debes, sino por la fórmula tu puedes. Así, al superyó freudiano, que reprimía los instintos, ha venido a sustituirle un “yo ideal”, un yo totalmente positivo: la expresión ideal de todas nuestras potencialidades. Un "yo ideal" que está, además, marcado por la idea de rendimiento, del propio aprovechamiento; una instancia superior que a cada paso nos recuerda todo lo que podríamos hacer y no hacemos; todo lo que podríamos ser y no somos.

 

Las potencialidades que exhibe mi yo ideal, generalmente se inspiran en las ofertas que proporciona el mercado o en el escaparate de los medios de comunicación y de las redes sociales. Hemos pasado, por tanto, de la angustia de la represión, de no poder hacer lo que queremos, a vivir “con la angustia de no hacer siempre todo lo que podríamos hacer”, al ansia incesante de no tener los suficiente, de perdernos algo, en definitiva: de no estar a la altura de mi yo ideal.

           

Así, todas estas formas de coerción amable, de seductora obligación, al final acaban poniendo en lucha lo que uno es, con lo que uno podría ser, de modo que mi superyó ideal espolea constantemente a mi yo real. De este modo, uno se acaba convirtiendo en explotador de sí mismo. Y esto lleva a la impotencia, al agotamiento y a la depresión, pues la lucha no es una lucha determinada con alguien externo sino una lucha infinita con nosotros mismos. Como afirma Han, el capitalismo neoliberal ha acabado con la lucha de clases al trasladar ésta de la sociedad al propio individuo: Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa. Cada uno es amo y esclavo en una persona. También la lucha de clases se transforma en una lucha interna consigo mismo (Psicopolítica pág. 17).

 

 

Ante esta tesitura, en la que el individuo es absolutamente responsable de situarse a la altura de su yo, pues de ello dependen su felicidad y su éxito, se presentan dos posibilidades, que no son excluyentes sino complementarias: tratar de presentar su yo ideal como si fuese su yo real, o tratar de transformar su yo real en su yo ideal. Veamos este pequeño galimatías con mayor detalle: 

 

La primera posibilidad implica que el individuo se entregue a la representación de una vida de ficción inspirada en las posibilidades del yo ideal (para lo cual se volcará en las redes sociales y en la gratificación del megusta). Pero ojo, esto no sale gratis, pues le lleva a desatender su propia felicidad para ocuparse de una felicidad que realmente le es ajena, la de un “un ego que se expone como si fuera una mercancía”. El individuo queda de este modo alienado, viviendo la vida de otro, haciendo de su ego algo distinto a él.

 

En segundo lugar, el individuo puede buscar las herramientas que adecuen sus respuestas a los modelos de éxito y felicidad en boga. Y aquí es donde (pónganse los chalecos salvavidas) nos vamos a adentrar en las dos corrientes que dominan el mundo empresarial y académico de los Estados Unidos desde hace décadas: La ideología positiva (que es la que suministra los modelos de felicidad y éxito) y la psicología positiva (una corriente dentro de la psicología cognitiva que refina esos modelos para intentar hacerlos compatibles con la ciencia).

 

Lo que con los años se convertiría en la ideología positiva comenzó a fraguarse en los Estados Unidos tras la guerra de Secesión, como resultado del abandono de los viejos ideales liberales y su sustitución por un individualismo de corte socialdarwinista. El liberalismo clásico consideraba que el individuo debía ser libre para perseguir su propio interés y, con ello, su propia felicidad. Ahora bien, ambos no podían darse sino en sociedad, de modo que el interés y la felicidad personales debían estar en consonancia con el interés de la sociedad, para lo cual se ponían en valor virtudes como la honradez, la prudencia, la austeridad, el respeto mutuo y la tolerancia.

 

El individualismo socialdarwinista preconizaba, por el contrario, que la sociedad no era sino un campo de batalla en el que los fuertes se alzaban con el éxito y los débiles se quedaban atrás. Tratar de corregir esto suponía alterar la naturaleza misma. Por tanto, no había que poner ningún tipo de traba a los individuos, sino permitir que desarrollasen sus potencialidades. De este modo empiezan a primar otras virtudes como la astucia, la audacia, la capacidad de liderazgo y la afirmación personal mediante la ostentación de riqueza. Este cambió tiene mucho que ver con otro cambió que acontece en Estados Unidos en este momento: el final de una sociedad de pequeños propietarios y el comienzo de la expansión de la gran industria y de los grandes magnates de negocios.

 

Pues bien, este modelo de éxito comenzó a hacerse hegemónico en Estados Unidos a partir del siglo XX y la multiplicación de los bienes de consumo no hizo sino confirmar y potenciar las ideas en las que se basaba. ¿Qué sentido tenían los antiguos valores de austeridad y moderación cuando todo parecía estar al alcance de la mano? El camino a la felicidad estaba asfaltado con todas las cosas de las que el mercado podía proveer a los individuos y para conseguirlas, claro está, se requería la riqueza. Por tanto, aspirar a la riqueza era aspirar a la felicidad. Será el nuevo sueño americano. Y todo esto, claro está, guiado por un irredento optimismo en las posibilidades de prosperidad y mejora individual que había venido a sustituir a la vieja idea de virtud como motor del bienestar y el progreso.

 

Justo cuando el libre mercado empieza a dejar de ser una realidad (es la era de los grandes monopolios y oligopolios), se convierte en una coartada perfecta: el libre mercado es lo que ha hecho a los grandes hombres de negocios grandes. Por tanto, mientras éste sea preservado, bastará con imitar el ejemplo de aquéllos, confiar en uno mismo y trabajar duro. Una idea que satisfacía a la gente corriente (pues los llevaba a pensar que el éxito era el premio al trabajo y que, por tanto, el sistema funcionaba bien) tanto como a los grandes hombres de negocios (que sabían que gente trabajando duro poca competencia podía suponer para sus intereses).

 

No debe extrañarnos que positividad y consumo surjan al mismo tiempo. Como puso de manifiesto Barbara Ehrenreich en su libro “Sonríe o muere”, la positividad es el complemento perfecto de la sociedad de consumo.

 

La cultura consumista fomenta que los individuos quieran más -más coches, casas más grandes, televisores, móviles, todo tipo de cacharros-, y el pensamiento positivo está ahí al quite para decirle a cada uno que se merece más, y que puede conseguirlo si de verdad lo desea y está dispuesto a alcanzarlo con su esfuerzo

Barbara Ehrenreich, “Sonríe o muere” p.14

 

 

La crisis de 1929, sin embargo, supuso un baño de realidad: despidos masivos, caída de las ventas, malestar social. ¿Cómo mantener el optimismo ante semejante panorama? Pues doblando la apuesta: no es que no haya oportunidades, es que no estamos sabiendo verlas; no es que no se pueda encontrar la felicidad, sino que no estamos sabiendo buscarla.

 

Aparecen así muchos tratadistas que pretenden con sus libros mejorar tanto la eficacia profesional como la vida personal. Quizá el más importante (o al menos el más conocido) sea Dale Carnegie, autor de libros de autoayuda como “Cómo hablar en público” y “Cómo hacer amigos e influir en las personas”, que todavía se venden como churros. Precisamente en esta última obra puede leerse una frase llamada a hacer fortuna dentro del campo de lo que luego se denominó psicología positiva y que está en el meollo de la cuestión:

 

Todo el mundo busca la felicidad, y hay un medio seguro para encontrarla. Consiste en controlar nuestros pensamientos. La felicidad no depende de condiciones externas, depende de condiciones internas”.

 

           

            Pues bien, a partir de la ética empresarial y de toda esta literatura se va consolidando un modelo para triunfar en la vida y en los negocios que podríamos denominar ideología positiva. Este nuevo discurso dulcifica las aspiraciones del modelo socialdarwinista pero sin renunciar a ellas:  La dominación de los demás ya no se lleva a cabo mediante una lucha despiadada, sino mediante la persuasión, la facilidad para el trato y la seducción de un carácter abierto.

 

Por otro lado, aunque aparentemente todas las cartas estén ya dadas dentro del sistema capitalista, y las posibilidades de enriquecimiento sean cada vez menores, este modelo sigue poniendo el énfasis en la confianza en uno mismo y el optimismo como motores del progreso individual, porque, a fin de cuentas, sostienen, la riqueza exterior es solo el reflejo de la riqueza interior. De esta forma la verdadera fortaleza consiste en mantener a raya el pesimismo para poder ver todas las oportunidades que la vida nos ofrece.

 

Si os dais cuenta, encontramos aquí en ciernes el origen del giro copernicano del que hemos hablado al principio: ya no son las condiciones externas las que determinan nuestra manera de ver el mundo, sino nuestra manera de ver el mundo lo que determina las circunstancias externas. Si te ves como un triunfador, acabas siendo un triunfador. En último término la felicidad estriba en el propio control de la mente, de la conciencia. Supongo que Nietzsche, Marx y Freud se retorcerían de rabia al contemplar esto: donde ellos vieron un problema (la capacidad de autoengaño de la conciencia) otros habían visto una oportunidad de prosperar.

 

Por tanto, cuando se produce la mutación neoliberal, ya se han sentado dentro de la ideología positiva las bases que le van a permitirán responder a los nuevos retos: convencer a los individuos de que el sistema socioeconómico inestable, desigual y depredador en el que se hayan insertos no tiene nada que ver con el hecho de que sean o no felices, pues la felicidad depende exclusivamente de ellos, de su manera de mirar al mundo, de situarse en él. Entramos así dentro del campo de la psicología, pero esto lo dejo ya para el próximo artículo, que si no va a ser mucha tralla. Permítanme, eso si, cerrar el círculo y el artículo de hoy con un párrafo de Galbraith, escrito a propósito del cuarenta aniversario de su obra La sociedad opulenta:

 

"Hace cuarenta años no me percaté hasta que punto la riqueza acabaría siendo percibida como una cuestión de recompensa personal merecida y, de este modo, completamente al alcance de los pobres, dado que tenía como único requisito indispensable el esfuerzo. El resultado ha sido obligarles a que se hagan cargo de su propio bienestar; la ayuda del gobierno es una intromisión dañina, el enemigo de la energía y la iniciativa individual. Esto debe evitarse, cosa que, aunque no se diga, también ahorra dinero y evita impuestos a los ricos."

 

 


 



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