martes, 10 de diciembre de 2013

Estupidez y colesterol



Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.
GUSTAVO ADOLFO BECQUER

Michel Eugène Chevreul fue un hombre singular y polifacético. En muchos aspectos (incluido el no haber usado nunca un peine) se adelantó al estereotipo de “hombre de ciencia” que Albert Einstein encarnaría más tarde. Además de luchar con denuedo contra la superstición y la charlatanería, dos de las más importantes formas de propagación de la estupidez, es considerado el descubridor del colesterol, pues lo aisló en forma de sustancia cristalina destilada  a partir de cálculos biliares.  Si hoy traigo aquí su nombre y su obra es porque la sustancia por él descubierta guarda muchísima relación con el objeto de nuestro estudio: La estupidez.

Espero que a nadie se le haya ocurrido pensar que hoy nos hemos propuesto como meta poner de manifiesto que uno, cuanto más gordo, más estúpido. Y que de ahí la famosa expresión “este tío me cae gordo” con la que distinguimos a muchos de los que consideramos estúpidos. Nada de eso. Error. No van por ahí los tiros. Lo que sucede es que el colesterol puede servirnos como vehículo para entender cómo funciona la estupidez. Vamos a explicar el funcionamiento de la una, tomando como ejemplo el funcionamiento del otro. Una especie de algoritmo alpargatero que no atesora mucha virtud científica, pero espero que lo compense con la luz que arroje sobre el fenómeno.

El colesterol es una sustancia que nuestro propio organismo produce, pues de hecho nos resulta necesaria para la construcción de las membranas celulares, para la formación de ácidos biliares y para sintetizar la vitamina D. También podemos ingerirla, bien a través de  través de grasas de origen animal (carne, leche, manteca, etc.); bien a través de grasas vegetales hidrogenadas (presentes en prácticamente en cualquier alimento precocinado que podamos encontrar en el supermercado, desde unas patatas fritas a unas pizza pasando por unas galletitas integrales).

El colesterol viaja a través del torrente sanguíneo montado a caballo de dos clases de proteínas, unas de alta densidad y otras de baja. Es decir, puede viajar a lomos de un brioso corcel o a lomos de un borrico. Estas asociaciones son comúnmente denominadas colesterol bueno y colesterol malo. 

El brioso corcel conduce el colesterol que se va encontrando por el camino hasta el hígado, donde es almacenado si hace falta y, si no, se elimina. Pero el borrico, que es lento y terco, va perdiendo colesterol por todas partes, depositándose éste en las paredes de las venas y las arterias, obstruyendo con el tiempo el paso de la sangre, y provocando arteriosclerosis. 

La acumulación colesterol no solo afecta a las venas y las arterias. También una concentración excesiva en la vesícula biliar provoca que se vaya acumulando en forma de sedimentos. Esos pequeños sedimentos pueden llegar a formar cálculos (a veces centenares) que tienden a depositarse en el fondo de la vesícula y pueden, en el momento más inesperado, obstruir el conducto cístico y provocar un cólico.

Que aparezcan estos problemas asociados a la presencia de colesterol, aunque en algunos casos pueda deberse a causas genéticas, está ligado en su mayor parte a los hábitos alimenticios y al ritmo de vida. Si una persona, con independencia de su mucha o poca predisposición genética a padecer colesterol, lleva una dieta rica en grasas saturadas y nunca practica ejercicio físico, es muy probable que más temprano que tarde el colesterol le juegue una mala pasada. 

Creo que con esto basta para conocer un poco la sustancia que ha de hacer de vehículo a nuestra comparación.


Por los tenebrosos rincones de mi cerebro

Como vimos en nuestro anterior artículo, sucede con la estupidez algo similar a lo que sucede con el colesterol: sus diversas manifestaciones pueden explicarse mejor atendiendo a las ideas de las que nos nutrimos y al escaso ejercicio intelectual de nuestro cerebro, que atendiendo exclusivamente a la predisposición genética.

Por las arterias de nuestro pensamiento viajan cientos de ideas que no guardan relación directa con la realidad, bien porque no se han incorporado a ese torrente a través de la experiencia, bien porque no pueden ser corroboradas o verificadas en el mundo real.  Estas ideas, contrariamente a lo que pudiéramos pensar, nos resultan indispensables, dado que resultaría agotador y, a fin de cuentas, imposible tener un conocimiento de primera mano de todo cuanto nos rodea y acontece. De hecho, nuestra propia mente las produce  al aplicar procedimientos lógicos como la deducción o la proyección.

Estas ideas, como el colesterol, pueden viajar por nuestro pensamiento a lomos de la imaginación, conformando fantasías que llegado el caso pueden resultar artísticamente armónicas e incluso inspiradoras. Pero también pueden viajar a lomos de la terquedad y la pereza, sustituyendo a lo que debería ser una idea precisa de la realidad. De esto modo, los conocimientos fruto de la experiencia (que se pueden almacenar o desechar en función de que cómo ésta evolucione) son sustituidos por  ideas fijas y encapsuladas que, al estar fuera de la experiencia, no pueden ser modificas por esta. 

Todas esas ideas vicarias que se incorporan el torrente de nuestro pensamiento es lo que podríamos considerar el equivalente del colesterol malo y denominar  tasa de estupidez residual. Si no es muy alta, es posible que la estupidez se mezcle con alguna de nuestras ideas, contamine alguno de nuestros pensamientos o inspire, quién sabe, alguno de nuestros actos. Es como el colesterol que se acumula en la vesícula y, algún día, al excedernos en una cena de empresa, nos da luego una mala noche. A fin de cuentas, nada grave: Nos puede servir para que no nos confiemos, no bajemos la guardia y nos cuidemos un poco.

Ahora bien, la presencia prolongada y constante de ideas estúpidas puede terminar atrampando el sistema coronario de nuestro pensamiento, pues impide que a través de sus arterias circule una información fiable sobre la realidad, cosa que es vital si queremos estar en sintonía con nuestro entorno. Ya no estamos hablando de que nuestras facultades mentales superiores tengan un fallo repentino, esporádico o localizado, sino de que se hallan permanentemente en suspenso, algo parecido a una apoplejía mental.

De ello nos ocuparemos en el siguiente artículo: De los fallos en nuestra máquina de pensar.

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