Ha costado un poco, pero aquí estamos de nuevo. En nuestro
anterior artículo, como recordaréis, estuvimos hablando de cómo durante los años 80 se había
pasado en Occidente de una fase industrial del capitalismo a otra financiera, y
de cómo la desregulación y las privatizaciones habían conseguido ir
paulatinamente menguando la fuerza de los sindicatos. Hasta aquí nada nuevo. Ahora bien, un papel esencial en todo
este proceso fue el desempeñado por las deslocalizaciones, es decir, por el
traslado de la producción industrial de los países occidentales a otros donde
los costes de producción fuesen menores, consiguiéndose con ello el doble efecto
de, por un lado, incrementar los beneficios de las multinacionales y, por otro, de mantener amedrantados
a los trabajadores ante una posible pérdida del empleo. Y aquí es donde entra
en escena nuestro protagonista de hoy: China
A finales de los 70 China
decidió sacudirse la modorra y salir del aislamiento, mostrando su voluntad de incorporarse
a los flujos comerciales internacionales, y suscribiendo desde mediados de los 80
algunos acuerdos tendentes a facilitar su paulatina incorporación a la escena
comercial mundial. De ese modo, desde los años 90, China se convirtió en el destino principal
de las deslocalizaciones. Para los dueños de las grandes corporaciones era como Magaluf para los ingleses: un lugar acogedor, barato y donde podían hacer cosas que no les dejaban hacer en sus paises. Todo ello le vino muy bien a China, que terminó el siglo como la décima potencia
comercial mundial. De este modo, durante la primera
década del siglo XXI, China acabó siendo la fábrica del mundo, con un crecimiento
espectacular que durante algunos años se situó por encima del 10%. Y eso no es todo: tras la crisis de 2008 China no solo fue el mayor
fabricante del mundo, sino su motor económico, convirtiéndose en 2011
en la segunda potencia económica munidal.
Sin embargo, como ya dijimos
en nuestra anterior entrada, en un mundo finito nada es para siempre y su
modelo económico, basado en la producción y exportación masiva, la depredación
de recursos naturales y en una mano de obra barata y abnegada, empezó a mostrar
síntomas de agotamiento. China
no podía seguir produciendo tan barato, ni encontraba mercados para sus
productos; originándose una oleada de despidos y de descontento social que amenazaba con hacer tambalearse la estabilidad del
régimen, muy vinculada a la idea de crecimiento y desarrollo.
Así las cosas, el gobierno
chino iba a tener que enfrentarse a problemas que hasta entonces le resultaban
desconocidos: la sobrecapacidad, el aumento del desempleo y la ralentización
del crecimiento. De hecho, en 2015, la economía
China empezó a crecer a su ritmo más bajo en los últimos 25 años, haciéndose imperioso un golpe de timón que cambiase el
rumbo de su planes económicos. Para ello se intentó suplir con consumo interno la
demanda externa y, sobre todo, comenzó a ponerse en marcha un proyecto de
interconexión mundial denominado la Nueva Ruta de la Seda, con el que China pretendía conectarse con
Europa a través de puertos y
comunicaciones terrestres, garantizarse
así el acceso a los mercados europeos y la conexión con puntos estratégicos de
Oriente Medio.
Esta expansión China (que no solo incluía
acuerdos comerciales, sino también culturales y políticos) levantó las suspicacias de EE.UU (máxime cuando se
quiso extender incluso a América Latina) y está en la base de la guerra
comercial desatada por Donald Trump en 2018. De hecho Donald Trump no era el único que veía con recelos estos
deseos expansionistas chinos, pues Alemania y Francia tampoco han querido
sumarse al gran proyecto de infraestructuras que el gigante asiático quiere
llevar a cabo en Europa.
España, tradicional
aliado de Estados Unidos, con la mitad de su deuda en
manos extranjeras y dependiente de la
financiación del BCE, tampoco lo ha hecho (a
pesar de la insistencia china) y quizá eso podría explicar por qué la
colaboración china con Italia (que sí forma parte del proyecto) ha sido tan estrecha y ha
conllevado donativos mucho más generosos que los ofrecidos a España. No cabe duda de que China está sabiendo capitalizar la
notoria pasividad de la Unión Europea y el desprecio estadounidense para granjearse aliados en el
Viejo Continente, pero dejemos esto para
más adelante y centrémonos en su empeño por disipar los nubarrones que le iban
surgiendo en el horizonte.
A pesar de los intentos del todopoderoso
presidente chino Xí Jìnpíng por consolidar su fortaleza exterior, cada vez iban
siendo más los problemas que se le acumulaban en el interior. Los datos
económicos de 2019 volvían a mostrar
un acusado descenso del crecimiento, en un momento en el que las expectativas de la
población sobre la posibilidad de mejorar su vida eran tan efectivas para la
paz social como la censura y el férreo control ejercido desde el poder. A esto
habría que sumar el impacto político y económico de las protestas que desde el
verano venían sucediéndose en Hong Kong, que amenazaban con extenderse a otros
lugares de China
y a la siempre problemática
Taiwan.
Fue
precisamente en medio de este panorama convulso, a principios de diciembre de
2019, cuando comenzaron a aparecer en la ciudad de Wuhan los primeros casos de una
neumonía atípica que, por los síntomas, recordaba
al SARS (siglas en inglés del síndrome respiratorio agudo grave), una epidemia
que dejó en China varios centenares de muertos y más de 5000 afectados entre
2002 y 2003. En aquella ocasión
arreciaron las críticas
al gobierno chino por la opacidad y la mala gestión del brote , lo que
llevó a implementar un sistema
de alertas más seguro e independiente, que funcionó muy bien durante la gripe aviar. Sin embargo, ante lo inespecífico de los primeros casos, y en medio de las turbulencias del momento, parece
que nadie quiso ser el mensajero que hiciese llegar las malas noticias (y nuevos quebraderos de cabeza) a Pekín, o se arriesgase a propagar noticias que pudiesen comprometer la imagen exterior del país en un momento tan delicado.
De
este modo, no se notificaron los casos de neumonía atípica a la OMS hasta el
día 31 de diciembre y no se cerró el mercado local que se apuntaba como foco
del contagio hasta el día siguiente de la notificación. Además, según parece, el gobierno central no
dio instrucciones para combatir la epidemia hasta el día 7 de enero, y la
población no fue avisada de los riesgos hasta dos semanas después. El gigante
asiático volvía a enfrentarse a sus fantasmas de 2002, pero con la diferencia
de que entonces no aspiraba a disputar la supremacía mundial a Estados Unidos, ni
tenía una población tan crítica. ¿Podía un gobierno presentarse como competente si no era capaz de controlar las enfermedades infecciosas que surgían en su
territorio?
China
necesitaba mostrar al mundo su eficacia y a su población que se tomaba realmente
en serio el cuidado se sus ciudadanos, de modo que puso en marcha un dispositivo titánico
que posibilitó la construcción de un
hospital en diez días y, apoyándose en las recomendaciones de la OMS,
decretó una cuarentena sin precedentes, que
servía de cortafuegos tanto para contener el virus como para frenar el descontento popular. Sin embargo
el daño estaba hecho, y se había perdido un tiempo precioso: a esas alturas el
virus había traspasado las fronteras chinas y campaba a sus anchas por el
corazón de Europa. Aunque eso, entre otras cosas, toda vía no se sabían. Hablaremos
de ellas el próximo día.
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