Supongo que alguna vez se os ha pasado por la cabeza, porque sois lectores inteligentes[1], lo paradójico que resulta que en nuestra sociedad los principales problemas de subsistencia estén prácticamente resueltos y que, sin embargo, la gente se sienta cada vez más infeliz. Es como si, garantizada la supervivencia, los instintos diseñados para conseguirla hubiesen ido diluyéndose o atenuándose. Pasaría con nuestra especie algo parecido a lo que el economista austriaco Joseph Schumpeter[2] pronosticó para el fin del capitalismo: habría muerto de éxito.
La explicación es tentadora, pero se me ocurre una alternativa inspirada, en cierto modo, en el célebre tratado de Thomas Malthus Ensayo sobre el principio de la población. Allí sostenía el insigne clérigo que mientras la población va creciendo de período en período, en una progresión geométrica, los medios de subsistencia en las circunstancias más favorables, no se aumentan sino en una progresión aritmética. Pues bien, vamos a cambiar algunos términos en la ecuación a ver si funciona mejor. Sustituyamos población por expectativas y consecuciones por medios de subsistencia. De este modo, concluiríamos, la infelicidad es fruto de que nuestras expectativas han ido creciendo con el paso del tiempo en progresión geométrica, muy por encima de nuestras posibilidades que han crecido de forma aritmética.
¿De dónde surgen esas expectativas? De la contemplación del nivel de vida de las clases acomodadas. Esto nos lo explica el sociólogo y economista estadounidense Thorstein Veblen, en su ensayo clásico Teoría de las clases ociosas[3]. En él sostiene que en las sociedades industriales la adquisición y acumulación de bienes no se lleva a cabo por mera subsistencia, sino que la posesión de riqueza gana en importancia […] como base consuetudinaria de reputación y estima. Es decir, la posesión es un reflejo del éxito. De este modo a los ojos de todos los hombres civilizados, la vida acomodada es noble y hermosa, no solo por la satisfacción de necesidades que conlleva, sino porque ofrece una medida del éxito individual dentro de la sociedad. Por tanto, el fin perseguido con la acumulación consiste en alcanzar un grado superior, en comparación con el resto de la comunidad. De poco sirve, entonces, tener las necesidades cubiertas, si lo que realmente está en juego es exceder y sobresalir. Como sentencia Veblen: Mientras la comparación le sea claramente desfavorable, el individuo medio, normal, vivirá en un estado de insatisfacción crónica con lo que tiene.
¿Cómo resuelve el individuo actual este desfase entre su acontecer vital y las expectativas derivadas de la contemplación constante de las exitosas vidas de otros? Pues fundamentalmente tratando de emularlas en la medida de sus posibilidades y, para esto, las redes sociales constituyen un fabuloso escaparate, una inextinguible hoguera de vanidades donde proyectar una imagen de sí mismos acorde con los cánones del éxito: ahora viajando, ahora rodeado de gente guapa, ahora vestido con sus mejores galas. Es decir, la propia felicidad personal se convierte en medio para exhibir el éxito. Deja de tener sentido en sí misma. Y esta renuncia a ser feliz en aras de parecerlo no sale gratis.
En este proceso el individuo acaba perdiendo, como diría el filósofo y economista alemán Karl Marx, su carácter autónomo, toda libre iniciativa y todo encanto, al utilizarse a sí mismo como objeto con el que proyectar esa idea ajena de éxito de la que hemos hablado. Con ello se convierte el individuo en un ser ajeno a él; es decir, en alguien enajenado o alienado[4], resultándole extraños su propio cuerpo, la naturaleza fuera de él, su esencia espiritual, su esencia humana. Y no solo eso, como Marx apostilla si el hombre se enfrenta consigo mismo, se enfrenta también al otro. Es decir, si alguien se violenta y retuerce hasta convertirse en un objeto que refleja la idea del éxito generalmente aceptada, no podemos esperar que trate a los demás sino como objetos suntuarios con los que proyectar esa misma idea.
En todo este juego de espejos, se descuida una noción fundamental planteada hace dos siglos y medio por el filósofo y economista escocés Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales; a saber: que por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla. Es como si, atiborrados de individualismo, y aceptando de manera acrítica la idea de éxito imperante en las sociedades capitalistas, hubiésemos perdido de vista nuestra necesidad de comunicación sincera, de conocernos a través de la mirada de otros, de ser felices contemplando la felicidad ajena[5]. Es como si hubiésemos olvidados que solo nosotros somos nosotros y que solo salvando a los que nos rodean podemos salvarnos a nosotros mismos.
[1] Y como tal os habréis dado cuenta de que este es un recurso miserable para ganarme a la audiencia.
[2] Si hiciesen una película de este menda Francec Orella (el actor que da vida a Merli) lo clavaría.
[3] Quizá debiese traducirse mejor por clases acomodadas, pero respeto la traducción que ha hecho fortuna en castellano para no despistar.
[4] Por eso a los psiquiatras también se les llamaba alienistas, porque trataban a gente que se había salido de sus cabales y como resultado daba la sensación de que ese cuerpo y en esa mente hubiesen sido allanados por otro
[5] El lector perspicaz o suspicaz bien podría aquí echarme en cara que esté escribiendo estas mierdas en lugar de estar por ahí manteniendo conversaciones sinceras. Y no le faltaría razón.
Muy interesante tu blog
ResponderEliminarMuchas gracias. La verdad es que echo unos ratillos muy majos escribiendo. Me ayuda a mantenerme en forma. Un cordial saludo.
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