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sábado, 19 de septiembre de 2020

Consideraciones intempestivas sobre la ciencia: El caso de John Snow

 

 

No sé si se acordarán, pero hace meses quedó pendiente un artículo sobre la ciencia y sus implicaciones en la lucha contra la pandemia. Empecé a leer sobre el asunto y me sentí desbordado. Temí que volviese a pasarme como con la investigación sobre las eléctricas, que lo que iba para articulito acabó convirtiéndose en una tarea de años. Así que desistí. Pero al final la curiosidad y las ganas de contar lo que uno va descubriendo tiran más que una maroma de barco, de modo que aquí estoy de nuevo para contarles la historia de John Snow, de la que creo que se pueden extraer algunas valiosas consideraciones siquiera para introducir el tema.

Desde la tercera década del siglo XIX Londres sufría brotes epidémicos de cólera en su área metropolitana; brotes que se llevaban muchas vidas por delante y desataban el pánico entre los supervivientes. La ortodoxia científica del momento consideraba que estos episodios eran provocados por el miasma o efluvio maligno, una especie de emanación fétida que provenía de la descomposición de los fluidos orgánicos y que viajaba a través del aire.

Según esta teoría, dicho miasma se propagaba en forma de gases o efluvios, lo cual cuadraba bastante bien con el hecho de que los principales focos infecciosos fuesen los pestilentes barrios pobres de la ciudad, donde la gente se hacinaba en condiciones insalubres. Ya entonces, como hoy, había quien pensaba que la gente pobre, al igual que las bacterias, había hecho de vivir apelotonada entre mugre su nicho ecológico. Cuestión de hábitos, al parecer.

         Pues bien, en esas andaba el populacho de los distritos pobres (hacinándose en calles estrechas y sin alcantarillado porque era lo que realmente daba sentido a sus vidas) cuando en agosto de 1854 hubo un brote de cólera del copón.  Algunas zonas, como el distrito del Soho, vieron como su población se diezmaba en el sentido literal del término. Las autoridades, siguiendo el discurso científico de la época, consideraron que había que prohibir las aglomeraciones en lugares cerrados y mejorar la calidad del aire. Pero la cosa parecía no funcionar.

         En estas apareció John Snow, un médico que tenía su consulta cerca del epicentro de la pandemia y que no estaba del todo convencido de que la teoría científica en boga sirviese realmente para explicar lo que estaba sucediendo. Así que, pertrechado de una verdadera curiosidad científica y un mapa de la zona, empezó a rastrear los contagios, estableciendo las áreas donde la prevalencia era mayor y destacando los factores que parecían coincidir en los afectados, llegando a la conclusión que la mayor parte de las víctimas habían extraído agua de la bomba de Broad Street.

         Así que el bueno de John se presentó el 7 de septiembre ante el Consejo Tutelar de la parroquia de St. James, la autoridad sanitaria local, para informar de sus estudios y solicitar que retirasen la palanca de la bomba para evitar que la epidemia siguiese propagándose a través del agua que manaba de ella, cosa que sucedió al día siguiente.

         Si dejásemos la historia aquí, el lector podría caer en la complacencia fácil de pensar que el conocimiento científico había triunfado y la verdad se había abierto paso como los israelitas en el Mar Rojo. Pero la cosa no fue así. La presión popular para que se volviese a poner en funcionamiento la bomba y el apego de las autoridades locales a la ortodoxia miasmática, llevaron a que el surtidor se reabriese.

John Snow intentó hasta su muerte, acaecida cuatro años después, convencer a la comunidad científica del momento de que la propagación del cólera se debía a una materia mórbida presente en las aguas contaminadas, y no a su trasmisión a través del aire. Pero sus esfuerzos fueron infructuosos. No sería hasta la epidemia de 1866 cuando sus tesis comenzasen a ser aceptadas, corroboradas por los descubrimientos que Louis Pasteur estaba llevando a cabo en el campo de la microbiología.

La historia de John Snow nos enfrenta a varias cuestiones que, a mi modo de ver, siguen siendo de rabiosa actualidad y que pueden servirnos para adentrarnos en la relación entre ciencia y covid.

         En primer lugar, del caso de John Snow se desprende que a veces el consenso científico se articula en torno a una verdad;  pero otras veces es la verdad la que se articula en torno al consenso científico, de modo que seguir la ortodoxia científica puede ser útil si ésta parte de presupuestos adecuados, pero si no parte de estos presupuestos, la ortodoxia científica constituye un sarcófago de hormigón y acero que impide que aflore la verdad.

         En segundo lugar, la verdad no siempre está en relación con recorrer los rodados caminos por los que transita la comunidad científica, sino que tiene más que ver con la observación de primera mano, la audacia intelectual y la perseverancia. A esto último ayuda el verse implicado en el problema y urgido, por tanto, a encontrar sus causas; mientras que resulta contraproducente el tomar decisiones desde un despacho a sabiendas de que el resultado de éstas no te va a afectar.

         En tercer lugar, no podemos pasar por alto que los científicos son hijos de su época y que trasladan a la ciencia los esquemas de pensamiento que han heredado de ella. La ciencia no nace ex nihilo. Además de la teoría miasmática que hemos comentado, existía otra (denominada contagionista) que consideraba que el cólera se contagiaba mediante el contacto con un infectado. Pues bien, ambas teorías coincidían en señalar las condiciones de vida de los barrios pobres como causa de la enfermedad, pero enmarcándolo dentro de la secular concepción inglesa de la pobreza como problema en sí mismo; es decir, vista como el resultado de una predisposición anímica más que como la consecuencia de una situación socioeconómica determinada. De este modo la cuestión no es tanto la pobreza y las condiciones que la generan, sino las malas costumbres de los pobres. Y sobre estas malas costumbres fue sobre lo que se prescribía incidir, despreciando otras posibles causas.

         En cuarto lugar, si es de dudosa eficacia tomar o dejar de tomar medidas basándose exclusivamente en la ortodoxia científica, lo que es absolutamente ineficaz es tomarlas atendiendo a presiones populares o a intereses particulares. Ese hacer que se hace, sin alterar el status quo, con el que algunas veces se intenta calmar a la ciudadanía, puede engañar a las personas, pero no a los patógenos, que no atienden a esas filfas. Cualquier medida que no esté basada en la firme determinación de acabar con el problema no hará sino sembrar la suspicacia y el descrédito de las autoridades.

         Finalmente, hemos de tener en cuenta que el conocimiento científico tiene sus propios ritmos y su propia dialéctica. Es muy probable que esa Ciencia que muchos invocan como tabla de salvación en los momentos críticos, no esté ahí para presentarnos soluciones claras cuando más lo necesitemos; máxime si tenemos en cuenta que ciencias como la biología o la medicina basan sus conclusiones en el estudio de los hechos una vez que estos han tenido lugar. Las ciencias no producen soluciones. Las ciencias producen conocimiento. Y de cómo empleemos ese conocimiento dependerá que encontremos las soluciones o no.

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