A mediados del siglo XIX el opio
era una droga legal en Europa, al alcance de personas de toda clase y condición.
Era el componente fundamental de numerosos fármacos que buscaban desde paliar
el dolor en los enfermos hasta calmar la ansiedad en los lactantes. Además de
sus usos terapéuticos, era consumido en fumaderos
por las clases acomodadas para combatir el hastío vital y por los desfavorecidos para olvidar
temporalmente las miserias cotidianas. Hasta bien entrado el siglo XX, en que
el la adicción al opio se convirtió en un grave problema de salud pública, su consumo no llevaba aparejada una condena
moral; al contrario, el opio se hallaba inmerso
en una atmósfera de fascinación y misterio
que provocaba una singular atracción entre los intelectuales, ávidos de la
inspiración que sus oníricas visiones provocaba.
Su papel socio-económico fue
importantísimo, pues además de constituir, como hemos mencionado, una estupenda
válvula de escape para aliviar los problemas sociales derivados de la
inadaptación y la marginalidad, constituyó un lucrativo negocio para gran parte
de la oligarquía (farmacéuticas, importadores, fumaderos, etc.), hasta tal punto que el control de su
abastecimiento llegó incluso a provocar guerras, como la anglo-china de 1839. Precisamente
este aspecto de silencioso guardián del orden social, de bocanada narcótica
para el alma atormentada, inspiró una de las comparaciones más rotundas de Karl
Marx: La religión es el suspiro de la
criatura atormentada, el alma de un mundo desalmado, y también es el espíritu
de situaciones carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo.
Los hombres y mujeres de nuestro
tiempo siguen teniendo esa necesidad de escapar de una existencia plagada de
renuncias, obligaciones y sinsabores. Las grandes fábricas de consenso nos
abastecen constantemente con la idea de que vivimos en el mejor de los mundos
posibles y que, por tanto, no es necesario cambiar nada sino adaptarse a lo que
ya hay. Sin embargo, como esto se torna poco menos que imposible, es necesario
proporcionar nuevas válvulas de escape que, como el opio, sirvan de guardianes
en la sombra del orden establecido, al tiempo que conserven ese halo de
reverencial misterio que les hace intelectualmente atractivos.
Ni que decir tiene que la
religión ha perdido fuerza como negocio, centinela moral y aún más como bálsamo para aliviar de las
tensiones sociales. Se ha hecho
necesario buscarle un sustituto y, entre los diferentes candidatos, es el
turismo, como más adelante mostraré, el
producto que más se le asemeja. De este modo, si antes teníamos a la buena
gente peregrinando en busca de la vida eterna, ahora tenemos a la gente
eternamente peregrinando en busca de la buena vida.
Viajar se ha convertido en una válvula
de escape de primer orden de la que prácticamente, en mayor o menor medida,
puede participar todo el mundo. Al igual que sucedía con el consumo de opio, al
viajar uno tiene la sensación de elevarse por encima de sus miserias y
problemas. Viajar se nos representa como una promesa de dicha, como un
pasaporte hacia la libertad, hacia la vida que realmente merece la pena vivir.
Esta sensación, sin embargo, no deja de
ser ilusoria porque esa “vida verdadera” dura, en el mejor de los casos, una
décima parte del total de la verdadera vida.
Sin reparar en la irrisoria
porción de nuestra vida que el viajar ocupa, proyectamos sus efectos hasta
convertirlos en anhelo permanente, un bálsamo
ilusorio que suaviza el malestar y proporciona un alivio, siquiera pasajero,
del tedio vital y del cansancio físico. Hartos
de una existencia opresiva y monótona, los viajes se presentan como una
bocanada de aire fresco, como una estupenda manera de evadirnos de una realidad
que nos oprime y constriñe. Aquí es donde se pone de manifiesto el papel del
turismo como dique de contención de las tensiones sociales: La gente se aferra
a esas semanas fuera de casa como un antídoto contra la realidad, cosa que sin
duda mitiga su deseo de cambiarla, y favorece la adaptación de las personas a
un orden social las más de las veces injusto.
En consonancia con esto, el
fenómeno turístico ha convertido a las grandes ciudades, que tradicionalmente
han sido los ejes transformadores de la realidad, en destinos turísticos, y sus
moradores han dejado de ser ciudadanos para convertirse en sumisos adoradores
del dios Turismo, que derrama generosamente dádivas entre sus fieles. Eso sí,
se hace necesario sacrificar en su altar todo aquello que frene o se oponga a
sus designios, ya sean reivindicaciones
políticas (recuerden el mantra repetido ad
nauseam de que el proceso independentista de Cataluña era malo, muy malo,
porque resultaba perjudicial para el turismo); ya sean reivindicaciones
sociales (salarios dignos, ciudades más sostenibles, viviendas asequibles,
etc.). Toda actividad o decisión es juzgada como buena o mala en función de la
repercusión positiva o negativa en el crecimiento del turismo.
Este impacto turístico se pone
en relación con el impacto económico y la creación de puestos de trabajo,
formando una trinidad santísima que, como machaconamente insisten las fábricas
de consenso, bendice todo aquello sobre lo que se posa. Ahora bien, mientras se
pone el foco en estos luminosos asuntos, se dejan en penumbra otros como
encarecimiento de los alquileres por culpa de la conversión de las viviendas residenciales
en alojamientos turísticos; el reparto desigual de los beneficios del impacto
económico que el acarreo de turistas genera; la precariedad laboral que
provoca; el deterioro del paisaje (tanto rural como urbano) que conlleva el
turismo de masas; por no hablar de la prostitución, el trafico de drogas o
vandalismo rampante, secuelas que en muchos casos acompañan al turismo de
desahogo orgiástico y que convierten el consumo turístico en una pandemia y un
problema de orden público semejante a la que en su día acabó siendo el consumo
de opio
A pesar de todo esto, el turismo
siempre ha mantenido un prestigio social e intelectual del que carecen otros
posibles desahogos legales como él futbol, el tabaco o el alcohol. Viajar se ha
considerado siempre sinónimo de amplitud de miras y ha conferido cierta
superioridad sociocultural a quienes lo practicaban. Ha contribuido al
mantenimiento de este prestigio el ejército de mercenarios a sueldo, también
llamados freelances, que las agencias mayoristas de viajes tienen diseminado por las redes. Pero,
desengañémonos, hace tiempo que viajar dejó de ser un lujo del espíritu para corazones intrépidos, para convertirse en
producto de masas tan alienante y mercantilizado como los que mencionamos antes.
Hoy en día viajar se ha
convertido en una interminable trashumancia de personas de un lugar a otro, sin
que ello suponga, en la mayor parte de los casos, más cambio en sus hábitos y
costumbres que la pérdida de la educación y el decoro. Los valores e ideas no
son como una sartén donde se fríe morcilla, que solo por estar cerca uno ya se
impregna. Poner en relación los propios valores y costumbres con los de otras
culturas exige un sentido crítico que, en la mayor parte de los casos, se queda
en casa cuando uno viaja.
A pesar de lo dicho, las
fábricas de consenso se afanan por crear la falsa ilusión de que viajar nos
convierte en ciudadanos del mundo y de que, a fin de cuentas, lo que sucede en nuestro
lugar de residencia o de trabajo tampoco nos afecta tanto; cuando la realidad
es que, como dijimos, el 90% de su vida se desarrolla en esos sitios. De hecho,
cuando en numerosas ciudades españolas se sucedieron las protestas contra el
turismo este verano, fue fácil presentar a quienes se manifestaban como
irreductibles cromañones que no hacía sino impedir la libre circulación de
personas, valores e ideas que tanto enriquece al mundo (y sobre todo a quienes
hacen negocio con el acarreo).
El turismo de masas, a mi modo
de ver, lejos de ampliar las miras, convierte el cosmopolitismo en cosmopaletismo, es decir, en un estúpido
relativismo cultural en virtud del cual cualquier paleto que haya pasado una
semana en Punta Cana se cree con experiencia suficiente para contrastar la
realidad allí intuida con la de su país. Así,
si alguien se queja porque en España una camarera de piso cobra 4 euros
la hora, siempre hay algún imbécil dispuesto a mostrar su excelso conocimiento
del mundo espetando que en República Dominicana trabajan exclusivamente por las
propinas, que él lo ha visto.
Ligada a ese relativismo
catetoide está también la falsa ilusión inoculada en el imaginario colectivo de
que viajar es sinónimo de poder adquisitivo (Hubo un tiempo en que ningún tonto
devenido en contertulio podía resistir la tentación de poner en relación la
situación económica del país con la gente que salía de puente), cuando en
realidad quienes viajan, que no son todos, lo hacen cada vez a precios más
baratos y en condiciones más deleznables: Vuelos exasperantemente incómodos, que
aterrizan en aeropuertos perdidos, a horas intempestivas y en los que solo
puedes llevar una maleta con una muda para cada día, un par de vaqueros y
varios sobres de Sopistant para salir del paso en la habitación del piso que
has alquilado tu y otra media docena. Pero claro, hablas de esto y siempre
habrá algún completo imbécil como el de antes que, hablando en términos
relativos, te espete que todo eso que cuentas no son condiciones deleznables si
las comparamos con las de los haitianos que recogen caña de azúcar en San Pedro
de Macorís, que él lo ha visto.
Dicho queda lo dicho como
demostración de que el turismo, como fenómeno de masas, se ha convertido en el
nuevo opio del pueblo. Lejos de mi ánimo el anatemizar a todo aquel que se lo
goza viajando y que encuentra en ello una fuente de inspiración para salvarse a
sí mismo y a sus circunstancias, como diría Ortega. Todos necesitamos a veces
cambiar de ángulo para ver las cosas más claras. Pero conviene no olvidar que
junto a esos aspectos benéficos, el turismo también encierra unos efectos
perversos que, como sucedió con el opio, van camino de convertirse en pandemia.
Todos esos usos pastoriles en los que
una legión de borregos son conducidos de un lugar a otro sin tener ni puta idea
de por dónde se las andan, ni qué sentido tiene lo que están haciendo (más allá
de tirarse una foto al lado del monumento de turno y colgarla en Facebook o
Instagram como si de una colección de cromos se tratase, en plan este ya lo
tengo), causan un irreversible deterioro en el paisaje y en el paisanaje, e
igual no estaba de más la empezar a incluir esta advertencia en los catálogos.
A fin de cuentas, viajar merece la
pena no porque cambie nuestro mundo de lugar, sino porque cambia nuestra forma
de ver el lugar que ocupamos en el mundo. Por tanto es válido en la medida en
que nos ayuda a realizar el verdadero viaje, el viaje al interior de uno mismo;
el que nos lleva a saber mejor quiénes somos y qué coño pintamos aquí. Si no es
así, viajar es solo opio que nos mantiene adormecidos y atontados mientras,
como borregos, enmierdamos el suelo que vamos pisando.
Saludos a todos los lectores,
ResponderEliminarEstoy de acuerdo en la proposición del articulo, Efectivamente el turismo es el nuevo opio del Pueblo, la modernidad ha construido estereotipos sociales en donde la persona que más ha viajado, conoce más y además reúne una serie de condiciones de éxito social (buen empleo, excelente administración del tiempo, dominio de otros idiomas, etc.) aunque como este artículo deja en evidencia, esas son conjeturas que en la actualidad raramente se cumplen.
El turismo en el mundo hiperindustrial y globalizado es cada vez más una actividad humana sin sentido ni retribución cultural, pero desde luego es un gran negocio. Tiende a destruir poco a poco los tesoros sociales y culturales de cada lugar y a hacernos sentir que los seres somos los amos de este planeta.
Es interesante ver como se diseñan los itinerarios y hay muchas personas e instituciones que sin temor a equivocarse ya saben que es lo que hay que ver, ya conocen lo importante de cada lugar, de este modo una simple torre de metal pasa a ser una "parada inevitable" en tal o cual país. En segundo plano queda la historia del lugar en particular, sus usos y costumbres, todo lo que no esté debidamente documentado en el patrimonio cultural de las naciones unidas.
Este es el mundo post-modernista, un mundo gobernado por la objetividad.
Celebro su comentario don Eduardo. Un cordial saludo y muchas gracias por su extensa reflexión.
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