jueves, 1 de febrero de 2018

El turismo es el opio del pueblo





                A mediados del siglo XIX el opio era una droga legal en Europa, al alcance de personas de toda clase y condición. Era el componente fundamental de numerosos fármacos que buscaban desde paliar el dolor en los enfermos hasta calmar la ansiedad en los lactantes. Además de sus usos terapéuticos,  era consumido en fumaderos por las clases acomodadas para combatir el hastío vital y  por los desfavorecidos para olvidar temporalmente las miserias cotidianas. Hasta bien entrado el siglo XX, en que el la adicción al opio se convirtió en un grave problema de salud pública,  su consumo no llevaba aparejada una condena moral; al contrario,  el opio se hallaba inmerso en una atmósfera de fascinación  y misterio que provocaba una singular atracción entre los intelectuales, ávidos de la inspiración que sus oníricas visiones provocaba.

                Su papel socio-económico fue importantísimo, pues además de constituir, como hemos mencionado, una estupenda válvula de escape para aliviar los problemas sociales derivados de la inadaptación y la marginalidad, constituyó un lucrativo negocio para gran parte de la oligarquía (farmacéuticas, importadores, fumaderos, etc.),  hasta tal punto que el control de su abastecimiento llegó incluso a provocar guerras, como la anglo-china de 1839. Precisamente este aspecto de silencioso guardián del orden social, de bocanada narcótica para el alma atormentada, inspiró una de las comparaciones más rotundas de Karl Marx: La religión es el suspiro de la criatura atormentada, el alma de un mundo desalmado, y también es el espíritu de situaciones carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo.
               
                Los hombres y mujeres de nuestro tiempo siguen teniendo esa necesidad de escapar de una existencia plagada de renuncias, obligaciones y sinsabores. Las grandes fábricas de consenso nos abastecen constantemente con la idea de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que, por tanto, no es necesario cambiar nada sino adaptarse a lo que ya hay. Sin embargo, como esto se torna poco menos que imposible, es necesario proporcionar nuevas válvulas de escape que, como el opio, sirvan de guardianes en la sombra del orden establecido, al tiempo que conserven ese halo de reverencial misterio que les hace intelectualmente atractivos.

                Ni que decir tiene que la religión ha perdido fuerza como negocio, centinela moral  y aún más como bálsamo para aliviar de las tensiones sociales.  Se ha hecho necesario buscarle un sustituto y, entre los diferentes candidatos, es el turismo, como más adelante mostraré,  el producto que más se le asemeja. De este modo, si antes teníamos a la buena gente peregrinando en busca de la vida eterna, ahora tenemos a la gente eternamente peregrinando en busca de la buena vida.

                Viajar se ha convertido en una válvula de escape de primer orden de la que prácticamente, en mayor o menor medida, puede participar todo el mundo. Al igual que sucedía con el consumo de opio, al viajar uno tiene la sensación de elevarse por encima de sus miserias y problemas. Viajar se nos representa como una promesa de dicha, como un pasaporte hacia la libertad, hacia la vida que realmente merece la pena vivir. Esta sensación, sin embargo,  no deja de ser ilusoria porque esa “vida verdadera” dura, en el mejor de los casos, una décima parte del total de la verdadera vida.

                Sin reparar en la irrisoria porción de nuestra vida que el viajar ocupa, proyectamos sus efectos hasta convertirlos en anhelo permanente, un  bálsamo ilusorio que suaviza el malestar y proporciona un alivio, siquiera pasajero, del tedio vital y del cansancio físico.  Hartos de una existencia opresiva y monótona, los viajes se presentan como una bocanada de aire fresco, como una estupenda manera de evadirnos de una realidad que nos oprime y constriñe. Aquí es donde se pone de manifiesto el papel del turismo como dique de contención de las tensiones sociales: La gente se aferra a esas semanas fuera de casa como un antídoto contra la realidad, cosa que sin duda mitiga su deseo de cambiarla, y favorece la adaptación de las personas a un orden social las más de las veces injusto.

                En consonancia con esto, el fenómeno turístico ha convertido a las grandes ciudades, que tradicionalmente han sido los ejes transformadores de la realidad, en destinos turísticos, y sus moradores han dejado de ser ciudadanos para convertirse en sumisos adoradores del dios Turismo, que derrama generosamente dádivas entre sus fieles. Eso sí, se hace necesario sacrificar en su altar todo aquello que frene o se oponga a sus designios,  ya sean reivindicaciones políticas (recuerden el mantra repetido ad nauseam de que el proceso independentista de Cataluña era malo, muy malo, porque resultaba perjudicial para el turismo); ya sean reivindicaciones sociales (salarios dignos, ciudades más sostenibles, viviendas asequibles, etc.). Toda actividad o decisión es juzgada como buena o mala en función de la repercusión positiva o negativa en el crecimiento del turismo.

                Este impacto turístico se pone en relación con el impacto económico y la creación de puestos de trabajo, formando una trinidad santísima que, como machaconamente insisten las fábricas de consenso, bendice todo aquello sobre lo que se posa. Ahora bien, mientras se pone el foco en estos luminosos asuntos, se dejan en penumbra otros como encarecimiento de los alquileres por culpa de la conversión de las viviendas residenciales en alojamientos turísticos; el reparto desigual de los beneficios del impacto económico que el acarreo de turistas genera; la precariedad laboral que provoca; el deterioro del paisaje (tanto rural como urbano) que conlleva el turismo de masas; por no hablar de la prostitución, el trafico de drogas o vandalismo rampante, secuelas que en muchos casos acompañan al turismo de desahogo orgiástico y que convierten el consumo turístico en una pandemia y un problema de orden público semejante a la que en su día acabó siendo el consumo de opio
               
                A pesar de todo esto, el turismo siempre ha mantenido un prestigio social e intelectual del que carecen otros posibles desahogos legales como él futbol, el tabaco o el alcohol. Viajar se ha considerado siempre sinónimo de amplitud de miras y ha conferido cierta superioridad sociocultural a quienes lo practicaban. Ha contribuido al mantenimiento de este prestigio el ejército de mercenarios a sueldo, también llamados freelances, que  las agencias mayoristas de viajes  tienen diseminado por las redes. Pero, desengañémonos, hace tiempo que viajar dejó  de ser un lujo del espíritu para  corazones intrépidos, para convertirse en producto de masas tan alienante y mercantilizado como los que mencionamos antes.

                Hoy en día viajar se ha convertido en una interminable trashumancia de personas de un lugar a otro, sin que ello suponga, en la mayor parte de los casos, más cambio en sus hábitos y costumbres que la pérdida de la educación y el decoro. Los valores e ideas no son como una sartén donde se fríe morcilla, que solo por estar cerca uno ya se impregna. Poner en relación los propios valores y costumbres con los de otras culturas exige un sentido crítico que, en la mayor parte de los casos, se queda en casa cuando uno viaja.

                A pesar de lo dicho, las fábricas de consenso se afanan por crear la falsa ilusión de que viajar nos convierte en ciudadanos del mundo y de que, a fin de cuentas, lo que sucede en nuestro lugar de residencia o de trabajo tampoco nos afecta tanto; cuando la realidad es que, como dijimos, el 90% de su vida se desarrolla en esos sitios. De hecho, cuando en numerosas ciudades españolas se sucedieron las protestas contra el turismo este verano, fue fácil presentar a quienes se manifestaban como irreductibles cromañones que no hacía sino impedir la libre circulación de personas, valores e ideas que tanto enriquece al mundo (y sobre todo a quienes hacen negocio con el acarreo).      
      
                El turismo de masas, a mi modo de ver, lejos de ampliar las miras, convierte el cosmopolitismo en cosmopaletismo, es decir, en un estúpido relativismo cultural en virtud del cual cualquier paleto que haya pasado una semana en Punta Cana se cree con experiencia suficiente para contrastar la realidad allí intuida con la de su país. Así,  si alguien se queja porque en España una camarera de piso cobra 4 euros la hora, siempre hay algún imbécil dispuesto a mostrar su excelso conocimiento del mundo espetando que en República Dominicana trabajan exclusivamente por las propinas, que él lo ha visto.

                Ligada a ese relativismo catetoide está también la falsa ilusión inoculada en el imaginario colectivo de que viajar es sinónimo de poder adquisitivo (Hubo un tiempo en que ningún tonto devenido en contertulio podía resistir la tentación de poner en relación la situación económica del país con la gente que salía de puente), cuando en realidad quienes viajan, que no son todos, lo hacen cada vez a precios más baratos y en condiciones más deleznables: Vuelos exasperantemente incómodos, que aterrizan en aeropuertos perdidos, a horas intempestivas y en los que solo puedes llevar una maleta con una muda para cada día, un par de vaqueros y varios sobres de Sopistant para salir del paso en la habitación del piso que has alquilado tu y otra media docena. Pero claro, hablas de esto y siempre habrá algún completo imbécil como el de antes que, hablando en términos relativos, te espete que todo eso que cuentas no son condiciones deleznables si las comparamos con las de los haitianos que recogen caña de azúcar en San Pedro de Macorís, que él lo ha visto.

                Dicho queda lo dicho como demostración de que el turismo, como fenómeno de masas, se ha convertido en el nuevo opio del pueblo. Lejos de mi ánimo el anatemizar a todo aquel que se lo goza viajando y que encuentra en ello una fuente de inspiración para salvarse a sí mismo y a sus circunstancias, como diría Ortega. Todos necesitamos a veces cambiar de ángulo para ver las cosas más claras. Pero conviene no olvidar que junto a esos aspectos benéficos, el turismo también encierra unos efectos perversos que, como sucedió con el opio, van camino de convertirse en pandemia.  Todos esos usos pastoriles en los que una legión de borregos son conducidos de un lugar a otro sin tener ni puta idea de por dónde se las andan, ni qué sentido tiene lo que están haciendo (más allá de tirarse una foto al lado del monumento de turno y colgarla en Facebook o Instagram como si de una colección de cromos se tratase, en plan este ya lo tengo), causan un irreversible deterioro en el paisaje y en el paisanaje, e igual no estaba de más la empezar a incluir esta advertencia en los catálogos.

                A fin de cuentas, viajar merece la pena no porque cambie nuestro mundo de lugar, sino porque cambia nuestra forma de ver el lugar que ocupamos en el mundo. Por tanto es válido en la medida en que nos ayuda a realizar el verdadero viaje, el viaje al interior de uno mismo; el que nos lleva a saber mejor quiénes somos y qué coño pintamos aquí. Si no es así, viajar es solo opio que nos mantiene adormecidos y atontados mientras, como borregos, enmierdamos el suelo que vamos pisando.

2 comentarios:

  1. Saludos a todos los lectores,

    Estoy de acuerdo en la proposición del articulo, Efectivamente el turismo es el nuevo opio del Pueblo, la modernidad ha construido estereotipos sociales en donde la persona que más ha viajado, conoce más y además reúne una serie de condiciones de éxito social (buen empleo, excelente administración del tiempo, dominio de otros idiomas, etc.) aunque como este artículo deja en evidencia, esas son conjeturas que en la actualidad raramente se cumplen.

    El turismo en el mundo hiperindustrial y globalizado es cada vez más una actividad humana sin sentido ni retribución cultural, pero desde luego es un gran negocio. Tiende a destruir poco a poco los tesoros sociales y culturales de cada lugar y a hacernos sentir que los seres somos los amos de este planeta.

    Es interesante ver como se diseñan los itinerarios y hay muchas personas e instituciones que sin temor a equivocarse ya saben que es lo que hay que ver, ya conocen lo importante de cada lugar, de este modo una simple torre de metal pasa a ser una "parada inevitable" en tal o cual país. En segundo plano queda la historia del lugar en particular, sus usos y costumbres, todo lo que no esté debidamente documentado en el patrimonio cultural de las naciones unidas.

    Este es el mundo post-modernista, un mundo gobernado por la objetividad.

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  2. Celebro su comentario don Eduardo. Un cordial saludo y muchas gracias por su extensa reflexión.

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