Oigo últimamente con inusitada frecuencia, al hablar de asuntos económicos, que la realidad es tozuda, que las cosas son como son porque no pueden ser de otra manera y que las matemáticas acaban poniendo a cada uno en su sitio. Y se lo oigo precisamente a quienes han aceptado con estoica y estulta resignación esa versión oficial de la crisis según la cual la cosa se reduce a que hemos dejado de ser nuevos ricos para volver a ser viejos pobres. Todo ello sin pararse a pensar que si la realidad fuese tan tozuda como dicen seguiríamos pintando bisontes en el techo de la cueva; que admitir que las cosas no puedan ser de otra manera es instrumento indispensable para que las cosas sean como son; y que la aritmética no explica por qué durante mucho tiempo se multiplicaban los beneficios de unos pocos mientras que ahora las pérdidas se dividen entre todos.
Creer
simplemente que las cosas son como son, es decir, desvincular los procesos
económicos de la voluntad de los individuos y, por tanto, de cualquier
consideración ética, no es, a mi modo de
ver, una opción cabal hija del sentido común, sino sencillamente una rendición
incondicional del intelecto a una determinada interpretación de la realidad;
sin estarse a considerar si es la única o si, de no serlo, es siquiera la
mejor. Porque lo que llamamos realidad
es, en gran medida, la visión resultante de proyectar nuestras
experiencias previas y nuestros anhelos futuros sobre el presente. Es decir,
nuestras ideas sobre la realidad determinan la realidad misma y, de este modo,
nos pueden llevar a transigir con que las cosas sean de una determinada manera
o a intentar cambiarlas; pero el resultado no es algo determinado por las leyes
de la historia, un arcano escrito en los
astros o el cumplimiento de un inexorable destino: depende de nosotros, porque el ser humano es a la vez guionista y
actor.
Esa idea de que
las cosas son como son porque no pueden ser de otra manera, quizá tenga uno de sus
primeros testimonios contemporáneos en La
fábula de las abejas, escrita a comienzos del siglo XVIII por un excéntrico
alienista holandés afincado en Inglaterra, Bernard Mandeville. En ella, quién
sabe si con intención satírica o con sincero convencimiento, Mandeville
sostiene que nunca la virtud hizo prosperar a las sociedades, sino que el
verdadero motor del progreso es el vicio, la corrupción.
Para ilustrar
su idea se sirve de una colmena “que
vivía con lujo y desahogo” y en la que las abejas “se afanaban por satisfacer sus propios deseos y vanidades”. En la
colmena “mientras algunos con grandes haberes
y exiguos quebraderos de cabeza se metían en negocios de pingües ganancias”,
otros vivían “condenados a la guadaña y
la azada […] agotando su fuerza y sus músculos para poder comer”. La
colmena estaba, así mismo, llena de bribones que aprovechaban en su propio
beneficio el trabajo ajeno, si bien estos solo se distinguían en sus artes de
los respetables y laboriosos por el
nombre, pues no había lugar o profesión en la que no se diera el fraude. No se
salvaban ni los abogados, “que habían
conseguido que fuera ilegal disfrutar de lo propio sin que mediara algún pleito”;
ni los médicos, “más interesados en la
riqueza y la fama que en la salud del paciente”; ni los sacerdotes, ni los
soldados, ni las misma justicia, que a menudo inclinaba alguno de sus platillos
para que en ellos depositasen unas monedas.
Con todo y con
eso, “aunque cada parte estuviera llena
de vicios, el conjunto era un paraíso”. El vicio y la corrupción eran la
grasilla que mantenía lubricada y en marcha la maquinaria de aquella colmena. “La envidia y la vanidad eran los ministros
de la industria”, escribe Mandeville, y la estupidez y el capricho movían
la rueda del comercio. De este modo “el
vicio nutría el ingenio”, y lo espoleaba en aras de la prosperidad, dando
lugar a las comodidades de la vida, “hasta
tal punto que los pobres de ese tiempo vivían mejor que los ricos de ningún
otro”.
Sin embargo la
colmena estaba llena de hipócritas que, “aunque
conscientes de sus propios engaños, clamaban contra los de los demás y a gritos
pedían honradez”. Y un día Júpiter, exasperado, llenó con ella sus
corazones. Entonces se desplomó el precio de la carne, los bares se quedaron
vacíos, la honradez convirtió en inútil la labor de los abogados, y hasta los
que fabricaban candados y rejas se quedaron sin oficio. Los médicos no tenían
enfermedades que curar entre las virtuosas abejas…En definitiva, no había
negocio para tantos pues donde antes trabajaban tres (uno trabajando, otro vigilando
al que trabajaba y un tercero vigilando al que vigilaba) ahora bastaba con uno.
Y así poco a poco las abajas se iban yendo de la colmena.
Desaparecieron
la industria y las manufacturas, pues no había quien pagase por lujos o
refinamientos. Al final toda la colmena hubo de emigrar al hueco de un tronco.
El poema concluye “dejad de dar la murga:
solo los locos se esfuerzan por construir una colmena grande y honrada; pues pretender
disfrutar de las comodidades del mundo,
conseguir fama en la guerra y vivir con desahogo, sin grandes vicios, es solo
utopía que habita en el cerebro del hombre”. Y apostilla: “Cualquier edad dorada tiene lo mismo en
común con la honradez que con las bellotas”.
Algunos
economistas de la escuela austriaca (quizá los mismos que si hubieran leído la Humilde propuesta de Swift hubieran
visto en ella un interesante precedente de la puesta en valor de la infancia)
consideran, llevándose el agua a su molino, que La fábula de las abejas va muy en serio y hacen de ella una especie
de mito fundacional del liberalismo moderno, pues según ellos Mandeville es el
primero en atisbar que el entramado de
relaciones sociales, incluidas las económicas, no es producto de la
planificación ni está sujeto a consideraciones éticas, sino que nace de cierto
orden espontaneo surgido al calor de la persecución individual del propio beneficio.
Ese orden espontaneo (el mercado, acabará llamándose) se convertía así en la
piedra filosofal que consigue convertir los vicios particulares en virtudes
colectivas. Ahora bien, semejante interpretación de la fábula de Mandeville es
sólo una manera de ver las cosas, pero quizá no la única, ni la más acertada.
Si echamos un
vistazo a la colmena, encontraremos un buen puñado de curiosas semejanzas con
el momento previo al estallido de la crisis en España, con nuestra burbujeante
primavera: Mientras algunos terratenientes conseguían pingües ganancias por el
mero hecho de que les recalificasen algún terreno, otros se partían el lomo en
almacenes de logística o trabajando en la obra a destajo. España estaba llena
de bribones que aprovechaban en su propio beneficio el trabajo ajeno: desde los
abogados que exprimían a los inmigrantes ilegales que querían regularizar su
situación, hasta los médicos que conseguían pensiones de invalidez a gente que
jugaba los fines de semana al padle, pasando por empresas públicas en las que
tres personas hacían el trabajo de una. Aunque la corrupción se adivinase por
todas partes, el conjunto arrojaba una halagüeña sensación de prosperidad y
bienestar. La envidia y la vanidad eran los ministros de la industria, de modo
que los concesionarios no daban abasto a
vender coches cada vez más potentes, ni las inmobiliarias dejaban de vender casas
cada vez más grandes. Como en la fábula de Mandeville la estupidez y el
capricho movían la rueda del comercio y no había descampado en el que no se
construyese un centro comercial.
Si España
reunía todos los ingredientes para ser una colmena próspera, pues no había
parte que no estuviese untada con la grasilla del vicio, ¿cómo es posible que
ahora todas sus abejas se encuentren a punto de emigrar al hueco de un árbol? ¿Acaso
algún dios furioso se ha cansado de sus quejas y se han vuelto de repente
virtuosas como castigo?
La fábula de
las abejas de Mandeville es sólo una alegoría con la que se pretende transmitir
una determinada idea del mundo: La prosperidad es enemiga de la justicia y
aplicar consideraciones éticas a los negocios solo puede traer la ruina. Pero
sin embargo la crisis española muestra todo lo contrario: Que es la falta de un
mínimo de decencia y sentido común lo que lleva a las sociedades a la ruina.
Porque la verdadera mano invisible (Al menos a la que alude Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales y que
vuelve luego a mencionar en La riqueza de
las naciones) no es el orden espontaneo de la ley de la selva, sino el orden
guiado por el sentido común y ciertas nociones básicas sobre la justicia que
todos los ciudadanos poseen y que deciden aplicar o no en cada circunstancia
concreta.
Ahora corremos
el riesgo de pasar de una fábula a otra: Corremos el riesgo de que los mismos a
los que hasta hace no mucho la grasilla les brillaba entre los dedos, empiecen
a hablarnos de las virtudes de la austeridad y nos cuentes otra fábula, la
fábula de las ovejas. Según ésta, las ovejas que vivían en un aprisco pasaban
hambre porque quienes se encargaban de distribuirles el alimento en los
comederos no lo habían hecho diligentemente, y se había agotado en un par de meses
la cosecha de todo un año (nadie sabía dónde habían ido a parar, pues en
realidad la mayor parte de las ovejas no eran conscientes de haber comido mucho
más que en otros tiempos). Las ovejas, inquietas, discutían sobre cómo iban a
salir de aquella y las más avezadas en economía, además de alabar las bondades
del ayuno, propusieron abrir la puerta del aprisco para que las ovejas más
vigorosas pudiesen encontrar pastos y, al mismo tiempo, se permitiese entrar a
alguien que alimentase al resto (cualquier similitud con la reforma laboral y
las privatizaciones es mera coincidencia). Y así lo hicieron. Y, según cuentan
los lobos que con el colmillo goteando aguardaban en la puerta, nunca habían visto a ningún rebaño tan feliz, pues todas ellas corrían desbocadas y dando
saltos de alegría. Claro que, la de los lobos, no deja de ser una
interpretación de la realidad, quizá ni la única, ni la más plausible.
Extraordinaria entrada y excelente retórica.
ResponderEliminarEl mismo Fiedrich von Hayek hacía notar en su prólogo a "Camino de servidumbre" que libre mercado no es el "laissez faire, laissez passer" de la fábula de Mandenville, sino una estructura racional para el desarrollo de la iniciativa individual. Posteriormente vinculó esto con la Ley, y esto es todo lo que sé. Otros autores de la economía institucional han desarrollado esto más detalladamente, y poco más te puedo decir, puesto que no los he leído.
Lo que si puedo decir es que tanto la Ley como las reglas del juego se han inclinado en los últimos tiempos hacía un lado de forma dramática. Tal y como expone Bauman tanto a la fuerza laboral como a otras instituciones se les ha privado de su poder de negociación. La idea que subyace es que con plena libertad, los accionistas -el capital, en terminología marxista- podrá optar por las iniciativas más rentables y eficientes. Sin embargo, y tal como expongo en mi último post, paradojicamente el efecto ha sido el contrario, hemos utilizado el ahorro de los pobres para enladrillar los países ricos. Creo que hay una evidencia palmaria de que la "estructura racional" para la iniciativa individual de la que hablaba Hayek no existe o es tremendamente defectuosa.
Sin embargo, y bajo mi punto de vista, he aquí lo poderoso de tu relato sobre la fábula de las abejas, las ideas sencillas tienen un extraordinario poder de atracción y son extremadamente difíciles de arrancar del intelecto. Solo así me explico la apatía general por querer saber, conocer, investigar, sobre todo esto que nos pasa. Con saber que alguien ha robado un millón está todo explicado. A pesar de la dificultad para explicar millón a millón los 90.000 anuales que nos faltan y los 6 millones de desempleados.
un saludo, cuando pueda te contesto en mi blog
Hola Jesús, qué alegría verte por aquí de nuevo y encima con semejantes encomios: miel sobre hojuelas.
ResponderEliminarEl 23 de marzo de 1966 Hayek dio una conferencia en la Academia Británica, dentro del ciclo Grandes Genios, dedicada a Mandeville, pues en su Fábula de las Abejas veía el más preclaro precedente de una teoría sobre la formación espontanea de un orden, así como la principal influencia de Smith y Hume. Interesante, no para conocer a Mandeville sino para conocer a Hayek
Las cosas como son, a mi la fábula me parece una sátira en la línea de las de sus coetáneos Swift o Pope, en la que critica la corrupción justo mediante su alabanza, nada que ver con lo que Hayek dice encontrar en ella. A mi lo de el orden espontáneo, idea capital en Hayek (y también en Darwin), me huele a chamusquina y a justificación de por qué las cosas son como son y no de otra manera sin incurrir en una proposición de orden teleológico.
Coincido contigo en que la libertad de movimiento de los capitales no ha ido asociada a una libertad de acción de las personas, lo que ya no tengo tan claro es si esto ha sido debido a las malas artes de la iniciativa privada, a las malas artes de los estados o a una conjunción de ambos, pues como pones de manifiestto en "Una verdad incómoda", suelen ir de la mano. Lo que me revienta es que los mismos que han estado embankiando España nos vengan ahora con la cantinela de la austeridad. Es como tener un perro que no sólo no cuida de las ovejas sino que encima se las zampa
El liberalismo económico tiene una carga potencialmente subversiva nada despreciable, lo que sucede es que tambien puede proporcionar una estupenda cohartada a quienes dicen que las cosas son como son porque no pueden ser de otra manera. Adam Smith es al pensamiento económico lo que Montesquieu al político, y aunque determinados pasajes puedan resultar anacrónicos, la idea que los inspira sigue sindo válida: la mayor libertad posible para el mayor número posible.
En cuanto a lo de la apatía general por el saber...Es que es una plaga que se extiende por todos los sectores y capas de la sociedad. Hay gente con la que hablo de las cosas que escribo que me mira como quien oye hablar a un geranio, o que me dice calla, calla, que esas cosas es mejor no saberlas (y hablo de personas con estudios). Puede ser que ser ignorante como un ternero le mantenga a uno en la felicidad, pero obviamente la única felicidad a la que puede aspirar es a la de un ternero. Y el que ha conocido la felicidad verdaderametne humana ya no puede conformarse con eso. El problema es que hay gente que ni la conoce ni le importa no conocerla. Démosles tiempo y medios.
Un saludo y muchas gracias por el tiempo, mucho más valioso que el dinero pues, a diferencia de este, una vez que se ha marchado, es imposible que vuelva.