Una calurosa tarde de agosto de 1962 un tal Ben
Parker llamó a su sobrino, que estaba como loco dando saltos de tejado en
tejado y haciendo cabriolas mientras soltaba una especie de chorretes de
poliuretano por un orificio apenas perceptible a la altura del ligamento
transverso del carpo, y le dijo: chaval, deja de hacer el gilipollas. Un gran
poder conlleva una gran responsabilidad. Y el chaval se aplicó el cuento y, con
el tiempo, se hizo alguien de provecho.
Eran los comienzos de los años sesenta. La gente de
por allí todavía se tomaba en serio el asunto y creía en cosas como la
libertad, la responsabilidad y la posibilidad de mejorar, siquiera un poco, el
espacio común que habitamos. Todavía no se habían echado en brazos de demagogos
fumetas a los que la única libertad que les importaba comenzaba a la altura del
glande o de profetas lisérgicos a quienes se les había quedado pequeño el mundo
y buscaban una armonía universal y una paz cósmica. Eran tiempos en los que el
bien y el mal no eran conceptos difusos al arbitrio de modas, opiniones o
mayorías. Eran tiempos, en suma, en los que las personas sabían que uno tiene
los derechos que se gana y que en cuanto deja de ejercerlos los pierde. La
gente corriente no necesitaba de un tío Ben para caer en la cuenta de que dejar
de ser responsable, conlleva perder un gran poder.
Pero desde entonces el mundo ha cambiado. No hace
falta sentirlo en el agua, en la tierra u olerlo en el aire: Basta con echar un
vistazo. Hoy en día la panda de colegiales en la que la sociedad se ha
convertido concibe la libertad como una facultad cuasi mágica, que todos
tenemos, para hacer lo que nos dé la gana sin que nadie pueda largarnos
sermones o venirnos con reproches porque, como todo el mundo sabe, la verdad es
relativa, todos tenemos nuestra parte de razón y, a unas malas, “con la venia
señoría, mi defendido no era consciente de…” Hoy en día la responsabilidad es
como cuando llevabas la cazadora al instituto en primavera: Algo inútil que te
obligan a coger pero que estás deseando soltar; algo que dejamos en cualquier
parte sin caer en la cuenta de lo que va dentro.
De este modo, cada día son más las parcelas en las
que eludimos nuestra responsabilidad y la delegamos en otros con la alegre
confianza de que aquellos harán lo que hagan en nuestro provecho porque así
debe ser y tal es nuestro derecho como ciudadanos y contribuyentes. Así
cedemos gustosos nuestra responsabilidad y nuestro dinero a políticos,
sindicatos, consultores legales, asesores financieros, expertos en salud y, en
definitiva, a cualquier cantamañanas con un poco de labia que nos diga que nos
va a defender tal o cual derecho o nos va eximir de tal o cual responsabilidad.
Cada vez nos desentendemos más del funcionamiento de
las instituciones y desconocemos desde cómo hacer la declaración hasta cómo
rellenar una hoja de reclamaciones. Desoímos consejos y explicaciones bien
porque creemos saberlo todo, bien porque nos hemos acostumbrado a ir felices
por el mundo sin saber nada. “Es que es imposible hoy en día saberlo todo”,
dirán algunos. Lo que es realmente imposible es ir por la vida sin saber nada y
pretender que todo nos sea accesible y de nada debamos privarnos por el mero
hecho de que tales son nuestros derechos y pagamos para que velen por ellos. Eso
es lo que quieren que creamos; eso es lo que queremos creer; y tanto monta, monta tanto, hasta que el tiro
sale mal y caes en la cuenta de que vivías engañado. Entonces sólo queda reclamar al maestro armero.
Nos va como nos va, porque somos como somos. Se
imaginan ustedes la escena inicial traída a nuestros días, con el tío Ben viendo
hacer cucamonas a Peter y diciendo, en plan enrollado, pues largar sermones
es de carcas: “Como mola colegui. No fear.
No limits.” Y Peter, crecido y medio subnormal, sigue haciendo cucamonas por los
tejados hasta que un día se parte la crisma y entonces, el tío Ben, furioso
y febril se pone al frente de su legión de asesores y abogados hacia la comunidad de propietarios
cuya chimenea no aguantó el peso de la telaraña.
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