miércoles, 1 de abril de 2020

Cómo hemos llegado hasta aquí (2): El papel de China


         Ha costado un poco, pero aquí estamos de nuevo. En nuestro anterior artículo, como recordaréis, estuvimos hablando de cómo durante los años 80 se había pasado en Occidente de una fase industrial del capitalismo a otra financiera, y de cómo la desregulación y las privatizaciones habían conseguido ir paulatinamente menguando la fuerza de los sindicatos. Hasta aquí nada nuevo. Ahora bien, un papel esencial en todo este proceso fue el desempeñado por las deslocalizaciones, es decir, por el traslado de la producción industrial de los países occidentales a otros donde los costes de producción fuesen menores, consiguiéndose con ello el doble efecto de, por un lado, incrementar los beneficios de las multinacionales y, por otro, de mantener amedrantados a los trabajadores ante una posible pérdida del empleo. Y aquí es donde entra en escena nuestro protagonista de hoy: China
         A finales de los 70 China decidió sacudirse la modorra y salir del aislamiento, mostrando su voluntad de incorporarse a los flujos comerciales internacionales, y suscribiendo desde mediados de los 80 algunos acuerdos tendentes a facilitar su paulatina incorporación a la escena comercial mundial. De ese modo, desde los años 90, China se convirtió en el destino principal de las deslocalizaciones. Para los dueños de las grandes corporaciones era como Magaluf para los ingleses: un lugar acogedor, barato y donde podían hacer cosas que no les dejaban hacer en sus paises. Todo ello le vino muy bien a China, que terminó el siglo como la décima potencia comercial mundial. De este modo, durante la primera década del siglo XXI, China acabó siendo la fábrica del mundo, con un crecimiento espectacular que durante algunos años se situó por encima del 10%. Y eso no es todo: tras la crisis de 2008 China no solo fue el mayor fabricante del mundo, sino su motor económico, convirtiéndose en 2011 en la segunda potencia económica munidal.
         Sin embargo, como ya dijimos en nuestra anterior entrada, en un mundo finito nada es para siempre y su modelo económico, basado en la producción y exportación masiva, la depredación de recursos naturales y en una mano de obra barata y abnegada, empezó a mostrar síntomas de agotamiento. China no podía seguir produciendo tan barato, ni encontraba mercados para sus productos; originándose una oleada de despidos y de descontento social que amenazaba con hacer tambalearse la estabilidad del régimen, muy vinculada a la idea de crecimiento y desarrollo.
         Así las cosas, el gobierno chino iba a tener que enfrentarse a problemas que hasta entonces le resultaban desconocidos: la sobrecapacidad, el aumento del desempleo y la ralentización del crecimiento. De hecho, en 2015, la economía China empezó a crecer a su ritmo más bajo en los últimos 25 años, haciéndose imperioso un golpe de timón que cambiase el rumbo de su planes económicos. Para ello se intentó suplir con consumo interno la demanda externa y, sobre todo, comenzó a ponerse en marcha un proyecto de interconexión mundial denominado la Nueva Ruta de la Seda, con el que China pretendía conectarse con Europa a través de puertos y comunicaciones terrestres,  garantizarse así el acceso a los mercados europeos y la conexión con puntos estratégicos de Oriente Medio.
         Esta expansión China (que no solo incluía acuerdos comerciales, sino también culturales y políticos) levantó las suspicacias de EE.UU (máxime cuando se quiso extender incluso a América Latina) y está en la base de la guerra comercial desatada por Donald Trump en 2018. De hecho Donald Trump no era el único que veía con recelos estos deseos expansionistas chinos, pues Alemania y Francia tampoco han querido sumarse al gran proyecto de infraestructuras que el gigante asiático quiere llevar a cabo en Europa.
         España, tradicional aliado de Estados Unidos, con la mitad de su deuda en manos extranjeras y dependiente de la financiación del BCE,  tampoco lo ha hecho (a pesar de la insistencia china) y quizá eso podría explicar por qué la colaboración china con Italia (que sí forma parte del proyecto) ha sido tan estrecha y ha conllevado donativos mucho más generosos que los ofrecidos a España. No cabe duda de que China está sabiendo capitalizar la notoria pasividad de la Unión Europea y el desprecio estadounidense para granjearse aliados en el Viejo Continente, pero dejemos esto para más adelante y centrémonos en su empeño por disipar los nubarrones que le iban surgiendo en el horizonte.
         A pesar de los intentos del todopoderoso presidente chino Xí Jìnpíng por consolidar su fortaleza exterior, cada vez iban siendo más los problemas que se le acumulaban en el interior. Los datos económicos de 2019 volvían a mostrar un acusado descenso del crecimiento, en un momento en el que las expectativas de la población sobre la posibilidad de mejorar su vida eran tan efectivas para la paz social como la censura y el férreo control ejercido desde el poder. A esto habría que sumar el impacto político y económico de las protestas que desde el verano venían sucediéndose en Hong Kong, que amenazaban con  extenderse a otros lugares de China y a la siempre problemática Taiwan.
         Fue precisamente en medio de este panorama convulso, a principios de diciembre de 2019, cuando comenzaron a aparecer en la ciudad de Wuhan los primeros casos de una neumonía atípica que, por los síntomas, recordaba al SARS (siglas en inglés del síndrome respiratorio agudo grave), una epidemia que dejó en China varios centenares de muertos y más de 5000 afectados entre 2002 y 2003.  En aquella ocasión arreciaron las críticas al gobierno chino por la opacidad y la mala gestión del brote , lo que llevó a implementar un sistema de alertas más seguro e independiente, que funcionó muy bien durante la gripe aviar. Sin embargo, ante lo inespecífico de los primeros casos,  y en medio de las turbulencias del momento, parece que nadie quiso ser el mensajero que hiciese llegar las malas noticias (y nuevos quebraderos de cabeza) a Pekín, o se arriesgase a propagar noticias que pudiesen comprometer la imagen exterior del país en un momento tan delicado. 
         De este modo, no se notificaron los casos de neumonía atípica a la OMS hasta el día 31 de diciembre y no se cerró el mercado local que se apuntaba como foco del contagio hasta el día siguiente de la notificación. Además, según parece, el gobierno central no dio instrucciones para combatir la epidemia hasta el día 7 de enero, y la población no fue avisada de los riesgos hasta dos semanas después. El gigante asiático volvía a enfrentarse a sus fantasmas de 2002, pero con la diferencia de que entonces no aspiraba a disputar la supremacía mundial a Estados Unidos, ni tenía una población tan crítica. ¿Podía un gobierno presentarse como competente si no era capaz de controlar las enfermedades infecciosas que surgían en su territorio?
         China necesitaba mostrar al mundo su eficacia y a su población que se tomaba realmente en serio el cuidado se sus ciudadanos, de modo que puso en marcha un dispositivo titánico que posibilitó la construcción de un hospital en diez días y, apoyándose en las recomendaciones de la OMS, decretó una cuarentena sin precedentes,  que servía de cortafuegos tanto para contener el virus como para frenar el descontento popular. Sin embargo el daño estaba hecho, y se había perdido un tiempo precioso: a esas alturas el virus había traspasado las fronteras chinas y campaba a sus anchas por el corazón de Europa. Aunque eso, entre otras cosas, toda vía no se sabían. Hablaremos de ellas el próximo día.


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